Homilía de Mons. Jesús García Burillo en la Jornada de la Sagrada Familia

ANUNCIAR EL EVANGELIO DE LA FAMILIA HOY

Eclo 3, 2-6. 12-14; Sal 27; Col 3, 12-21; Lc 2, 41-52

Querido Sr. Deán y Cabildo, mi saludo a los responsables de la pastoral familiar y a todas las familias, en la fiesta de la Sagrada Familia. Agradezcamos el don de haber sido llamados a formar parte de una familia cristiana. Acojamos el amor y el espíritu de la Familia de Nazaret para poder vivir y anunciar nosotros el evangelio de la familia, objetivo de la CEE para este día. La Iglesia ha dedicado a este tema una gran atención: dos Sínodos de obispos y la Exhortación La alegría del Amor. También ha sido objetivo pastoral durante largo tiempo en nuestra Diócesis.

Los textos bíblicos iluminan nuestra vida familiar. Destacamos tres aspectos: la soledad, el amor entre hombre y mujer, y la familia.

 

La soledad. Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira, tu padre y yo te buscábamos angustiados.

José y María, de regreso a Nazaret, comprueban con estupor la ausencia de Jesús, extraviado en el templo. La ausencia del hijo les produce una intensa angustia y una profunda soledad. Con la pérdida, no solo el hijo está solo, también los padres lo están

La soledad es un drama que hoy aflige a muchos hombres y mujeres. Pensemos en los ancianos olvidados por sus seres queridos; pensemos en los viudos y viudas; en tantos hombres y mujeres abandonados por su cónyuge; en personas que se sienten solas, incomprendidas, no escuchadas; imaginemos a los emigrantes lejos de sus familias, o a tantos jóvenes aislados por el paro o diversas esclavitudes. Existe una tendencia al individualismo que genera familias-isla: familias que no escuchan la voz de Dios ni la de otras familias.

Lo comprueban dos hechos de extrema gravedad, relacionados entre sí: la caída de la natalidad que amenaza la supervivencia de la sociedad en occidente y el hecho de que gran parte de los hogares europeos están constituidos por una sola persona. ¿Hemos llegado a la convicción de querer vivir solos, sin compañía?  Y, sobre todo, ¿hemos renunciado a la compañía de Dios?

Aquí la Iglesia siente el deber de acompañar y dejarse acompañar. Primero, dejarse acompañar por Dios. El Niño de Belén no es una figura idílica sino el “Dios-con-nosotros”, el Dios que nos acompaña. Esta ha sido la razón fundamental de la navidad. Dios no nos ha dejado solos, ha plantado su tienda entre nosotros y se ha quedado rompiendo nuestra soledad: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Pero también debemos acompañar. Acompañar a las familias que se encuentran en sufrimiento, de modo especial a los hijos, que son las primeras víctimas de la separación de sus padres; a las personas que han sido objeto de violencia, a las que se sienten solas. Ha sido el objetivo pastoral de nuestra diócesis en cursos pasados. Acerquémonos y acompañemos a estas personas. Seamos nosotros el rostro misericordioso de Jesucristo.

 

El amor entre hombre y mujer

El desafío cultural de mayor importancia es en la actualidad la ideología de género. Esta niega la diferencia natural entre un hombre y una mujer. Quizás por eso, en nuestro ambiente, el matrimonio entre hombre y mujer está sufriendo golpe tras golpe hasta quedar convertido en algo apenas sin valor. ¿Por qué no hay nacimientos hoy? ¿Hemos perdido la confianza en la vida, en el otro ser humano? ¿No será también consecuencia de nuestra pérdida de fe en Dios?

Sin embargo, nada hace más feliz al hombre que un corazón que se asemeje al suyo, le corresponda, lo ame y acabe con su soledad.  El matrimonio demuestra que Dios no ha creado a los seres humanos para vivir en la tristeza o para estar solos, sino para ser felices compartiendo con otra persona la extraordinaria experiencia del amor, la de amar y ser amados, y comprobar que su amor ha sido fecundo en los hijos. Los hijos son fruto del amor gratuito, del amor pleno.

Este es el sueño de Dios para su criatura predilecta: verla realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común, fecunda en la donación recíproca. La indisolubilidad no responde a algo imposible, sino al amor mutuo, pleno y duradero que Dios ha puesto en el corazón humano.  Es el designio que san Pablo resume en la carta que hemos escuchado: como santos y amados, revestíos de misericordia entrañable, bondad, dulzura compasión. La Sagrada Familia es nuestro modelo viviendo en respeto y entrega como miembros de una familia: como esposo, esposa, hijo o padre. Podemos llegar a ser “santos de al lado” viviendo en amor y donación, unidos a Jesucristo, que nos engendra para que nosotros tengamos vida.

Dios bendice el amor humano. Es Él quien une los corazones de un hombre y una mujer que se aman y los funde en unidad, en amor creciente y generoso, eterno. Por tanto, la finalidad de la vida conyugal no consiste sólo en convivir, sino en amarse progresivamente. Aunque en la actualidad aumente el número de parejas convivientes, sin vínculo canónico o civil, San Pablo muestra cómo ha de ser el amor conyugal: “dotado de misericordia entrañable, de bondad, de humildad, de dulzura y perdón”. El Papa sintetiza esta relación en tres palabras ya conocidas: gracias, permiso, perdón. ¿Hacemos nosotros este ejercicio en las múltiples ocasiones que nos ofrece la convivencia diaria en nuestros hogares? Practiquémoslo y crearemos un ambiente familiar nuevo.

 

La familia. Jesús bajó con ellos a Nazaret y vivía bajo su autoridad.

Esta es la familia formada por Jesús, María y José, modelo de toda familia cristiana. Vivir en familia requiere vivir en unidad: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”: Es la exhortación que Jesús hace a los creyentes para superar toda forma de individualismo y de legalismo.

Pero, ¿cómo podemos superar las dificultades que surgen en la convivencia familiar? Sólo mediante un amor gratuito, a imagen del amor de Jesús, es comprensible una convivencia honda y duradera. La gracia recibida en el sacramento del matrimonio nos permite participar en el amor de Cristo, quien posee la gloria después de superar el sufrimiento y la cruz. Es un amor único, apoyado por la gracia.

Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescentes, sino un sueño que termina con la soledad. En efecto, el miedo a asumir este proyecto de amor paraliza el corazón humano, y en particular el de los jóvenes. Paradójicamente, existe también quien ridiculiza el sacramento del matrimonio, pero se siente atraído por un amor sincero. Hay quien va tras los amores efímeros, pero desea un amor autentico; corre tras los placeres sexuales, pero aspira a una entrega total.

Queridas familias, en la fiesta de la Sagrada Familia, la Iglesia os invita a vivir y anunciar el evangelio de la familia. Primero a vivir, es decir, a crear espacios para comunicaros de corazón a corazón, a profundizar en el lenguaje de la afectividad para poder entender el amor que Cristo os ofrece en el evangelio. Sólo así podremos después, anunciar el amor, apoyar, animar y fortalecer a otras familias. La Iglesia os invita a vivir en verdad vuestro matrimonio y a comunicarlo como un verdadero valor, anunciando así el evangelio de la familia. Quien está convencido de algo no puede menos de comunicarlo. La Iglesia desea que viváis en el amor que no señala con el dedo a los demás, sino que, como madre, busca y cura a las parejas heridas con el aceite de la misericordia. En resumen, el fundamento del amor conyugal está en acoger el amor personal de Dios, que se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y amistad.

Con este espíritu, pedimos a la Sagrada Familia que nos acompañe en nuestra vida familiar y en nuestra misión de evangelizadores de la familia. Mostrad a todos la alegría y el gozo que sentís al vivir a imagen de la Sagrada Familia.