Homilía de Mons. Jesús García Burillo en el día de Navidad

Cristo ha nacido para nosotros: venid, adorémosle. Así resume la liturgia la grandeza del misterio que hoy celebramos: el Mesías ha nacido para nuestra salvación acudid, adorémosle, alegrémonos. Os felicito a todos de corazón, Cabildo y hermanas y hermanos. Hemos pasado la nochebuena felizmente en nuestros hogares, a pesar de las restricciones conocidas. Hoy también con precauciones nos reunimos para celebrar el nacimiento de Cristo. Hablemos primero del marco histórico, del nacimiento del niño Jesús y de la adoración de los pastores.

 

El nacimiento de Jesús en Belén fue providencial

 

¿Por qué Jesús nació en Belén y no en Nazaret? Sabemos que María y José vivían en Nazaret y a Jesús le llamaban “nazareno”. El nacimiento de Jesús en Belén fue una providencia. José y María debieron abandonar deprisa Nazaret para ir a Belén, lugar de empadronamiento de José.  El decreto del emperador Augusto para hacer un censo en el mundo entero. El censo, que tenía por objeto recaudar impuestos, hizo posible el cumplimiento de la promesa anunciada por los profetas: que el Mesías nacería en Belén.

 

Todo el mundo vivía entonces la “paz de Augusto”, y también Jesús predicaría la paz: “Dichosos los que buscan la paz porque de ellos es el reino de los Cielos”. Pero, ¿la paz de Jesús era la misma de Augusto? El emperador Augusto ofrecía paz al mundo, como refiere una inscripción romana: “La providencia que divinamente dispone nuestra vida ha colmado a este hombre (se refiere al Emperador), para la salvación de los hombres, de tales dotes, que nos lo envió como salvador”. Esta inscripción muestra a Augusto no como un hombre sino como un dios. El emperador es considerado como portador de paz, de consuelo y esperanza. Evidentemente lo que aquella generación soñó no llegó a realizarse plenamente. El cumplimiento de tales deseos de paz sólo llegaría al mundo con Jesucristo, príncipe de la paz.

 

Lo que el emperador Augusto pretendía se ha cumplido en el Niño que ha nacido sin ningún poder, en la gruta de Belén. La paz de Cristo supera a la paz de Augusto como el cielo a la tierra. Augusto ofreció a sus vasallos una paz basada en la reforma jurídica y en un cierto bienestar social. El reino de Jesús no se limita a la cuenca mediterránea sino a toda la humanidad y concierne no solo al bienestar sino a la profundidad del ser humano, abriéndole el camino hacia el verdadero Dios. La paz de Cristo es la paz que el mundo no puede dar, porque contiene la liberación y la salvación. Es la paz que recibimos antes de comulgar: “La paz del Señor esté con vosotros”.

 

Os invito en esta navidad a agradecer y acoger la paz que el Niño Dios nos trae con su nacimiento.

 

¿Cómo fue el nacimiento de Jesús?

  

Dos evangelistas narran el nacimiento de Jesús, Mateo y Lucas; y otro, Juan, refiere un bello poema dedicado al Verbo Encarnado: “En el principio estaba el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios”. La narración más lírica es la de Lucas: “Y mientras estaban allí, en Belén, le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre porque no tenían sitio en la posada”.

 

María y José no encontraron sitio para hospedarse. San Juan lo dice de manera más amarga: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. No sería la última vez que Jesús se encontrase marginado. En una ocasión se ppronunció: “Las zorras tienen madrigueras, los pájaros nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Incluso murió siendo crucificado fuera de la ciudad. Es claro que Jesús no pertenece al mundo de los poderes de la tierra y, sin embargo, apareciendo en suma debilidad, se revela como el todo poderoso. Esta es la condición del cristiano: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”, asegura San Pablo. Contemplar a Jesús hoy en suprema debilidad, nos robustece a nosotros: él nos incorpora a su abajamiento para participarnos su fortaleza.

 

Jesús nació en un pesebre, un lugar indigno para un ser humano. Lo contemplamos en los nacimientos de nuestras casas y en nuestras peregrinaciones a Belén, donde usaban las grutas como establos. Allí María lo envolvió en pañales. Los iconos orientales presentan al Niño “ceñido” en pañales, con la faja que nos muestra la maravillosa pintura de nuestra catedral. Así es más fácil relacionarlo con la sábana que le sirvió de mortaja, apareciendo, ya en su nacimiento como persona Inmolada.

 

La mula y el buey nos revelan su significado profético: los dos animales representan a la humanidad que, desprovista de entendimiento suficiente, sin embargo, ante la humilde aparición de Dios en el niño del pesebre, llega a conocer el misterio y entiende la manifestación del “Dios con nosotros”. ¡Qué alegría estar representados por la mula y el buey que contemplan y adoran al niño Dios!

 

Los pastores

 

En el portal de Belén encontramos asimismo a los pastores: “En aquella

 región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad”. Ellos estaban al raso y velaban, mientras la gente dormía en sus casas o palacios. Estos no podían escuchar a los ángeles.  Los pastores sí, porque son almas pobres, sencillas, que velan e interiorizan lo que sucede en torno suyo. Son los predilectos del Señor. Estemos hoy atentos para escuchar el mensaje de los ángeles. Algunas comunidades pasan la noche de Navidad velando y meditando su mensaje, y algunos monjes lo hacen durante toda su vida, atentos a la llamada de Dios.

 

Cuando los ángeles les dejaron, los pastores fueron corriendo y encontraron a María, José y al Niño. Los pastores se dieron prisa, como María para visitar Isabel. La primera motivación de los pastores fue la curiosidad, saber qué era aquel anuncio extraordinario. Pero lo hicieron con ilusión. Si nuestra razón para acudir hoy al belén y adorar al Niño fuera la rutinaria celebración de cada año, nos quedaríamos cortos. El auténtico motivo de nuestra veneración es encontrarnos con el Salvador, el Señor, con el acontecimiento central de nuestra existencia. La fe nos ayuda a descubrir el significado del signo que el ángel dio a los pastores: encontrarían un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. En la pobreza del niño encontramos el resplandor de la gloria de Dios que brilla sobre nuestras vidas. Entendamos el prodigio de la Navidad: nuestras vidas son iluminadas y transformadas por la gloria del Mesías que trae nuestra liberación.

 

Al final, los pastores volvieron a sus pastos y a sus ganados llenos de alegría, dando gloria y alabando a Dios por lo que habían visto y oído. No vemos otra conclusión mejor para la celebración de la Navidad que dar gloria, alabar, bendecir a Dios por esta increíble maravilla: Dios ha plantado su tienda con nosotros, en medio de nosotros.

 

Finalmente, digamos que San Agustín nos recuerda que el pesebre es el lugar donde se alimentan los animales. Así relaciona a Jesús con la Eucaristía. En ella nosotros comemos a Jesús, es nuestro alimento de vida eterna, el verdadero pan del cielo que necesitamos para vivir. Hoy nosotros no sólo contemplamos el misterio de Dios hecho hombre en el pesebre, sino que participamos de Él por la Eucaristía. ¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!