Homilía de Mons. García Burillo en la S. I. Catedral en la Natividad del Señor

Cristo ha nacido para nosotros: venid, adorémosle. Esta frase del oficio de lecturas resume la grandeza del misterio que hoy celebramos: el Mesías ha nacido para nuestra salvación acudid, adorémosle, alegrémonos. Os saludo y felicito a todos de corazón, al cabildo y a cada uno de vosotros. Hemos pasado la nochebuena felizmente en nuestros hogares, a pesar de las restricciones conocidas. Hoy nos reunimos con gran gozo para celebrar el nacimiento de Cristo. En esta homilía deseo compartir con vosotros tres temas: el marco histórico, el nacimiento del niño Dios y la adoración de los pastores.

 

  1. La providencia del nacimiento de Jesús

 

¿Por qué Jesús nació en Belén y no en Nazaret? La pregunta es pertinente porque a Jesús en su vida pública le llamaban “nazareno”, es decir, nacido en Nazaret, aunque también los evangelistas le llaman con un término parecido, “nazoreo”, es decir, “consagrado”. El nacimiento de Jesús en Belén fue una providencia: el decreto del emperador Augusto para hacer un censo en el mundo entero. Fue un hecho histórico de gran relevancia y muy documentado. El censo, que tenía por objeto recaudar impuestos en los países sometidos a Roma, hizo posible el cumplimiento de la promesa anunciada por los profetas: que el Mesías nacería en Belén. Todo el mundo vivía entonces la conocida “paz de Augusto”, y por eso estaba en disposición de acoger el mensaje de salvación ofrecido por Jesús.

  

Pero, ¿la paz de Jesús era la misma que la de Augusto? Ciertamente el emperador Augusto ofrecía paz al mundo, como refiere la inscripción de Priene: “La providencia que divinamente dispone nuestra vida ha colmado a este hombre, para la salvación de los hombres, de tales dotes, que nos lo envió como salvador, a nosotros y a las generaciones futuras…El día natalicio del dios –Augusto- fue para el mundo el principio de los evangelios”. Es claro que la inscripción muestra a Augusto no como un hombre sino como un dios. El mismo nombre de Augusto se traduce por ‘digno de adoración’: se le reconoce como salvador y se le atribuye un cambio para un tiempo nuevo. El emperador es considerado como portador de paz, de consuelo y esperanza. Evidentemente lo que aquella generación soñó sobre su emperador no llegó a realizarse plenamente. El cumplimiento de tales deseos de paz sólo llegaría al mundo con un rey que no es de este mundo, con Jesucristo, príncipe de la paz.

 

Lo que el emperador Augusto pretendía se ha cumplido de modo más elevado en el Niño que ha nacido inerme y sin ningún poder en la gruta de Belén. La paz de Cristo supera a la paz de Augusto como el cielo a la tierra. Augusto ofreció una paz basada en la reforma jurídica y en un cierto bienestar social. El reino anunciado por Jesús no se limita a la cuenca mediterránea sino a toda la humanidad y concierne no solo al bienestar sino a la profundidad del ser humano, abriéndole el camino hacia el verdadero Dios. La paz de Cristo es la paz que el mundo no puede dar, porque contiene aspectos sublimes: la redención, la liberación y la salvación. Esta paz es la que recibimos antes de comulgar: “La paz del Señor esté con vosotros”. Viene del Mesías, nacido en un pesebre, príncipe de la paz, que instaura un reino de paz.

 

Yo os invito en este día de navidad a admirar, agradecer y, sobre todo, acoger la paz y la salvación que el Niño Dios nos trae con su nacimiento.

 

  1. El nacimiento de Jesús

  

Hay dos evangelistas que narran el nacimiento de Jesús, Mateo y Lucas; y otro evangelista, Juan, refiere un bello poema dedicado al Verbo Encarnado, que acabamos de escuchar: “En el principio estaba el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios”. La narración más expresiva y lírica es la de Lucas: “Y mientras estaban allí, en Belén, le llegó el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en el pesebre porque no tenían sitio en la posada”.

 

María y José no encontraron sitio para hospedarse. San Juan lo dice de manera más amarga e interpelante: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron”. No sería la última vez que Jesús se encontrase marginado de la sociedad. En una ocasión respondió a un escriba que prometía seguirle: “Las zorras tienen madrigueras, los pájaros nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza”. Incluso en su muerte fue excluido al ser crucificado fuera de las murallas de la ciudad. Es claro que Jesús no pertenece al mundo de los poderes de la tierra y, sin embargo, apareciendo en suma debilidad y pobreza se revela como el todo poderoso. Esta es la condición del cristiano: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”, asegura San Pablo. Al contemplar a Jesús en suprema debilidad, nos robustece a nosotros: él nos incorpora a su abajamiento para hacernos partícipes de su fortaleza.

 

Su condición de pobre le llevó a nacer en un pesebre, un lugar indigno para nacer. Lo contemplamos en nuestros nacimientos y en nuestras peregrinaciones a Belén, donde usaban las grutas como establos. Allí los romanos transformaron una gruta en templo de Adonis para borrar la memoria del culto de los cristianos. Por eso es muy fiable que la Basílica de la Natividad sea el lugar propio del nacimiento de Jesús, donde María lo envolvió en pañales. Los iconos orientales presentan al Niño “ceñido” en pañales. Así era más fácil relacionarlo con la sábana que le sirvió de mortaja, apareciendo, ya en su nacimiento como Inmolado.

 

La mula y el buey nos revelan el significado profético de esta iconografía cristiana: los dos animales nos representan a nosotros y a toda la humanidad que, desprovista de entendimiento, sin embargo, ante la humilde aparición de Dios en el niño sobre un pesebre, llega al conocimiento del misterio y recibe la manifestación del “Dios con nosotros”. ¡Qué alegría estar representados por la mula y el buey que contemplan y adoran al niño Dios!

 

  1. Los pastores

 

 En el portal de Belén encontramos otros personajes, los pastores: “En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al aire libre, velando por turno su rebaño y un ángel del Señor se les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad”. Ellos estaban al raso y velaban, mientras otros dormían en sus casas y en palacios. Estos no podían escuchar a los ángeles.  Los pastores son almas pobres, sencillas, que velan e interiorizan lo que sucede en torno suyo. Son los predilectos del Señor. Estemos nosotros atentos para escuchar el mensaje de los ángeles. Algunas comunidades pasan la noche de Navidad velando y meditando su mensaje, y algunos monjes pasan las noches de toda su vida atentos a la llamada de Dios.

 

Cuando los ángeles les dejaron, los pastores fueron corriendo y encontraron a María, José y al Niño. Los pastores se dieron prisa, como se dio prisa la Virgen para visitar a su prima Isabel. La primera motivación de los pastores fue la curiosidad, conocer cuál era en realidad aquel anuncio extraordinario. Pero también lo hicieron con expectación e ilusión. Si nuestra motivación para acudir hoy al belén y adorar al Niño fuera la rutinaria celebración de cada año, nos equivocaríamos. El auténtico motivo de nuestra veneración es el Mesías, el Salvador, el Señor, que aparece ante nosotros como el acontecimiento central de nuestra existencia. La liturgia nos invita a descubrir desde la fe el significado del signo que el ángel les había dado: encontrarían un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. En la pobreza del niño encontramos el resplandor de la gloria de Dios que brilla sobre nuestras vidas. Entendamos el prodigio de la Navidad: nuestras vidas son iluminadas y transformadas por la gloria del Mesías que trae nuestra liberación.

 

Al final, los pastores volvieron a sus pastos y a sus ganados llenos de alegría, dando gloria y alabando a Dios por lo que habían visto y oído. No vemos otra conclusión mejor para la celebración de la Navidad: dar gloria, alabar, bendecir a Dios por esta increíble maravilla: Dios con nosotros, en medio de nosotros, plantando su tienda junto a la nuestra.

 

También los ángeles les habían anunciado estos mismos signos de alegría: ¡Gloria a Dios en el cielo! La gloria de Dios no es algo que las personas podamos suscitar. La gloria de Dios ya existe, es Él el glorioso, el que está lleno de gloria, manifestada ahora en la tierra. La verdad, el bien, la belleza en grado sumo se encuentra en Dios. Hasta ahora permanecían ocultas, ahora lo han hecho en todo su esplendor a la humanidad entera.

 

Finalmente, San Agustín nos recuerda que el pesebre es el lugar donde se alimentan los animales, relacionando así a Jesús con la Eucaristía, nuestro alimento de vida eterna, el verdadero pan del cielo que necesitamos perentoriamente para vivir. Hoy nosotros no sólo contemplamos el misterio de Dios hecho hombre en el pesebre, sino que también participamos de Él por la Eucaristía. ¡Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor!