Homilía de Mons. García Burillo en el primer aniversario de la Dedicación de la Iglesia de las Agustinas de la Conversión (Sotillo de la Adrada, Ávila)

Mi saludo cordial a los sacerdotes y a toda la comunidad: a la M. Prado, M. Carolina y a cada una de las hermanas. Me siento feliz de compartir con vosotras la acción de gracias en el primer aniversario de la dedicación de esta Iglesia. Os felicito por el acontecimiento que tuvo lugar hace un año al terminar una obra tanto tiempo esperada.

Además, tengo la oportunidad de ponerme al día sobre la vida de la Congregación, que crece continuamente con noticias de nuevas comunidades: Lima, Chicago, Burgos, Roma… que yo sepa. Este crecimiento me parece un signo del dinamismo que el Espíritu infunde a la Congregación. Durante el curso, he deseado de conocer la Iglesia, que dejé a mitad de camino en su construcción, con sus muros ya elevados, esperando el definitivo impulso para su culminación. Ahora contemplo la belleza de esta obra con resonancias románicas y bizantinas, con sabor a recogimiento, contemplación e iluminación, que viene de lo alto.

Hoy celebramos el primer aniversario de la consagración, un momento oportuno para actualizar los sentimientos que vivisteis en la solemne dedicación. La celebración de hoy recoge el asombro de la primera ceremonia, junto a las experiencias vividas por cada una durante el primer año de existencia. Al entrar por primera vez y siempre que penetramos en él, tenemos la posibilidad de alcanzar el sueño del salmista:  mi alma anhela los atrios del Señor, mi alma retoza por el Dios vivo, que tantas veces hemos repetido en la oración y en el silencio.

Una Iglesia consagrada al Señor es un lugar singular para la alabanza a Dios y la celebración de sus misterios. Un lugar donde se congrega la comunidad y manifiesta su comunión al participar en el misterio trinitario: circuminsesión (interpenetración) de las divinas Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Vuestro canto y vuestra cítara, admirados tan gratamente, se disponen al servicio de la alabanza y de la celebración de los misterios cristianos.

El rito de la Dedicación, hace un año, siguió los mismos pasos que el ritual de la iniciación cristiana. El fin de semana pasado he tenido el gozo de conferir en Ciudad Rodrigo los sacramentos de la iniciación cristiana a una joven adulta: bautismo, confirmación y eucaristía. Siguiendo la tradición romana y conforme a la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, el rito destaca que la Iglesia-edificio significa la asamblea formada por piedras vivas, que somos los cristianos, que sois vosotras, consagradas a Dios por el bautismo. Hoy actualizamos la gracia que el Señor os concedió entonces y os renueva ahora.

La aspersión del agua renueva el bautismo que insertó en la vida divina y en la comunión de la Iglesia a cada una de las hermanas que formáis el templo espiritual. La unción del altar y las paredes del templo con el santo crisma nos recuerda el sacramento de la confirmación, que hemos recibido, conferido por el obispo: recibe por esta señal el don del Espíritu Santo. Por la unción, el altar se convierte en símbolo de Cristo, el Ungido por excelencia, que ofreció en el altar de su cuerpo el sacrificio de su propia vida para la salvación de los hombres. El altar es Cristo. El altar, centro del templo, expresa todo el sentido de la Dedicación. La incensación del altar y de toda la Iglesia significa el sacrificio de Cristo, que aquí se perpetúa sacramentalmente y sube a Dios como ofrenda de suave olor, agradable y propiciatoria.

Al hacer hoy memoria de los ritos de la Dedicación, nos sentimos piedras vivas del templo, participación viva en la unción e incensación del altar, y reproducimos la consagración de nuestras vidas, que tuvo lugar el día de nuestro bautismo y, más cercana, en nuestra consagración al Señor en la Conversión. ¿No sabéis que sois templo de Dios? El templo de Dios es santo: este templo sois vosotros (1 Co 3,16-17), nos recuerda San Pablo.

Y al renovar la consagración del altar, considerando a Cristo como su fundamento, presentamos al mundo a Dios, que es amigo de los hombres, e invitamos a los hombres a ser amigos de Dios. Son muchas las personas que se reunen siguiendo el carisma agustiniano. Hoy ha sido la salvación de esta casa –asegura Jesús a Zaqueo-. Si dejamos que Dios penetre en nuestra vida diaria y en las relaciones comunitarias, si dejamos que Cristo avive nuestro corazón, Él nos regala la alegría de compartir su vida siendo objeto de su amor infinito.

Además, este templo, y particularmente el altar, realiza la alianza eterna de Dios con su pueblo. En efecto, en este espacio sagrado, en medio de la naturaleza, se efectúa la comunión entre el mundo temporal y la vida eterna, entre la belleza de las cosas y Dios, que es la belleza suprema. Belleza es la gran necesidad del ser humano, raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y el fruto de nuestra esperanza. Mediante la conversión de nuestros corazones, Cristo nos atrae a sí mismo y nos integra dentro de su plan de salvación, en el misterio de su muerte y resurrección.

Pablo nos recuerda que el altar donde celebramos los misterios del Señor, nos invita a ofrecernos nosotros mismos: os exhorto hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como víctima viva, santa y agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Ro 12,1). Una ofrenda que se traduce en acciones concretas de servicio a nuestros hermanos como el perfume de buen olor, sacrificio que Dios recibe y encuentra agradable (Fp 4,18).

Y San Agustín viene en nuestra ayuda para comprender mejor el significado de alguno de los elementos del templo. Por ejemplo, la vinculación del altar con el espacio que ocupan los fieles, nos recuerda al Cristus totus, Cristo total que une al hombre con la divinidad, abarcando la cabeza y el cuerpo, del cual nosotros somos miembros. Por otra parte, la unión entre Cristo y la asamblea es una unidad personal, como la que existe entre el esposo y la esposa. La Iglesia es sponsa Cristi. Cristo y nosotros no somos dos, somos uno solo: duo in carne una. De este modo, la Iglesia reunida expresa la plenitud de la humanidad de Cristo y la razón por la que Él se ha hecho hombre (en Ps 25,4; 40,11). Y con la respuesta amén nosotros asentimos a ser Cuerpo de Cristo, nos lanzamos en cuerpo y alma hacia Cristo, al servicio del Reino de Dios (s. 27,2).

 La Iglesia es así mismo Ecclesia virgo. La virginidad de la Iglesia expresa la actitud espiritual y moral de los creyentes. Significa la fuerza y la integridad de nuestra fe, esperanza y amor, a ejemplo de la Virgen María, el miembro eminente del Cuerpo de Cristo. Ella aparece ante nosotros como modelo de virginidad, ejemplo en nuestro camino diario de perfección (s. Denis 25,7).

Finalmente, la celebración del primer aniversario ha de ser un acto de apertura al Espíritu Santo, que se comunica mediante la gracia a quienes están abiertos al amor, a la comunidad y a la paz. Esto acontece en la celebración de la Eucaristía. En virtud de la unión del Padre y del Hijo con el Espíritu Santo, nosotros participamos de la comunión con las divinas personas y entre los miembros de la asamblea.

Queridas hermanas, invadidas por tantos sentimientos, supliquemos al Señor que el altar y el templo ungidos y consagrados hace un año, en los que se consuma el sacrificio de amor de Jesucristo, sea una fuente constante de gracia y caridad para la comunidad y cuantos aquí acudan a la alabanza y la oración.