Homilía de Mons. García Burillo en el Domingo de Resurrección (S. I. Catedral, 4 de abril)

Queridos hermanos canónigos del Cabildo, miembros de vida consagrada, queridos hermanos y hermanas:

 

¡Verdaderamente Cristo ha resucitado! Él es nuestra alegría y nuestra esperanza. “Resucitó de veras mi amor y mi esperanza” confiesa María Magdalena en el encuentro con Jesús resucitado. Y el pregón pascual nos invitaba anoche al gozo y la alegría: “Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo y por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación”.

Queridos hermanos: Hoy es un día de gozo, el dolor ya pasó. La noche y las tinieblas no tienen la última palabra sobre nosotros. A pesar de que estamos viviendo un tiempo tenebroso con la pandemia del COVID, el triunfo de Cristo sobre la muerte nos lleva a situarnos espiritualmente en el triunfo de la vida sobre la muerte, el triunfo del gozo sobre el dolor. Terminábamos la liturgia del viernes santo impresionados por el misterio del dolor encarnado en Cristo y por el poder de las tinieblas. Éstas tienen en la historia su momento culminante precisamente con la muerte de Jesús: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” –increpa Jesús a los sumos sacerdotes, jefes de la guardia del Templo y ancianos que habían venido contra él-.

Hemos vivido con emoción y asombro la noche en que Jesús fue entregado. Aquel momento dramático turbó a Jesús y nos conmovió a nosotros: “ahora mi alma está turbada”. Y sentimos, como Jesús, la tentación de rechazarla: “qué voy a hacer, Padre, líbrame de esta hora”. Pero Jesús la aceptó sumiso, porque había llegado la hora de su glorificación: “Padre, glorifica tu nombre”. Nosotros sentimos esta misma tentación en los momentos de sufrimiento y concretamente en esta prolongada pandemia.

El evangelista nos relata el dominio de las tinieblas sobre la luz en aquel momento: Después de haberse cumplido todo, “era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, la oscuridad cayó sobre la tierra hasta la hora nona”. Han sido tres horas en que llegamos a la cumbre del poder de las tinieblas con la muerte de Jesús. Los poderes del mal han conseguido llenar la tierra de tiniebla, era la hora de la noche.

A muchas personas sensibles les parece que el momento de cambios profundos que ahora vivimos, tiempos recios en lenguaje de Santa Teresa, nos recuerdan también el poder de las tinieblas. Es evidente que la Iglesia ha sufrido épocas de persecución más graves y sangrientas que en el momento actual. El drama de nuestro tiempo es la ausencia de Dios, que los poderes de este mundo propagan con toda clase de medios a su alcance.

Sin embargo, la noche no tiene la última palabra sobre la historia: “Cristo es ayer y hoy, Él es principio y fin, suyo es el tiempo y la eternidad” gritábamos ayer, encendiendo el cirio pascual, símbolo de la Vida, del Amor y de la Resurrección de Cristo. Con la Resurrección de Jesucristo ha llegado la hora de la victoria.

Cristo resucitado ha triunfado sobre la muerte y el pecado en la noche santa en que atravesó la oscuridad de las tinieblas con su resurrección: “esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo” –proclama con gozo la liturgia en la Vigilia pascual-.

Es cierto que sobre la noche ya se habían dado triunfos evidentes que anunciaban la victoria final, asegurando al cristiano que el poder de Dios triunfa terminantemente sobre el mal. Los recordábamos anoche en las lecturas de la Vigila Pascual. Triunfó la luz sobre las tinieblas el primer día de la creación: “Dios hizo la luz y la luz era buena y la separó de las tinieblas”. También Dios triunfó sobre la noche en Egipto, liberando a los israelitas del poder enemigo: “yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto”.

Finalmente, Cristo triunfó sobre la muerte y el pecado “la noche en que fue entregado”, instituyendo la Eucaristía para salvación de todos y resucitando al tercer día de entre los muertos. Lo destacaba el pregón pascual: “qué noche tan dichosa en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino”.

L a luz de la Resurrección de Cristo nos ha alcanzado a todos cuantos fuimos asociados a su resurrección por el Bautismo. También anoche recordábamos nuestra inserción en el Resucitado por medio del Bautismo. En este mismo templo, las tinieblas de la noche quedaban rasgadas por luz del cirio pascual y las tinieblas del alma quedaban inundadas por la luz de Cristo. “Luz de Cristo, demos gracias a Dios”.

Por medio de la luz de Cristo resucitado, también nosotros somos iluminados, convirtiéndonos en hijos de la luz, que ilumina nuestra existencia: ilumina nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestro corazón, e ilumina las obras del cristiano. Toda la vida del creyente se convierte en luz de Cristo: “si andamos en la luz, del mismo modo que Él está en la luz, estamos en comunión unos con otros”.

María Magdalena, a quien hemos contemplado en el Evangelio, es un ejemplo del paso de las tinieblas a la luz y del testimonio de la luz recibida del Resucitado.

Ella camina hacia el sepulcro el primer día de la semana, cuando todavía estaba oscuro. La oscuridad nos revela, además del momento cronológico, el estado interior de María, que va al sepulcro poseída por el dolor de la muerte del Maestro. Ella camina ya en el nuevo día de la creación, aunque no sea consciente de ello; está en la pascua definitiva, pero lo ignora. Creyendo que la muerte ha triunfado sobre Jesús, va al sepulcro sin ninguna previsión: en lugar de llevar aromas para embalsamarlo, María solo lleva consigo la desolación y la falta de fe en el Resucitado.

Pero la piedra está quitada del sepulcro. El sepulcro sin losa, vacío, es signo y posibilidad de resurrección, anuncia ya la resurrección del Señor. La Iglesia representada en los Apóstoles Pedro y Juan, ayuda a María a encontrarse con Jesús viviente. Después, Cristo enviará a María con un mensaje para los suyos: “vete donde los hermanos y diles: subo a mi padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. Por medio de María, Jesús nos asegura que la Iglesia no queda desamparada: Jesús nos asegura un sitio junto a Él en la casa del Padre, donde Él va para prepararnos un lugar. María Magdalena es receptora de la Resurrección del Señor y testigo de la misma. Ella ha pasado de las tinieblas a plena luz. Se ha convertido en testigo de la luz.

 

En este día primero de la semana, de la semana definitiva y última, también nosotros estamos llamados a ser testigos de la Luz. Como Pedro y Juan creamos, ante el sepulcro vacío, que Cristo ha resucitado: “el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó”. Como Juan, hemos creamos, aunque no veamos físicamente al Resucitado. Nuestra condición de creyentes es como la de Juan: como él, somos felices por haber creído, aun sin haber visto.

 

Para creer en la Resurrección de Jesucristo los creyentes disponemos del testimonio de los primeros discípulos, actualizado por el Espíritu Santo. El discípulo Juan cree al ver los indicios que quedaban en el sepulcro: la losa quitada, las vendas por el suelo y el sudario con que habían cubierto la cabeza. Ya no existe el cadáver de Jesús. Incluso antes de su encuentro con el Resucitado, es capaz de creer en él. El velo funerario tuvo para él valor de signo y anuncio de la resurrección.

 

Creer y testificar son las propuestas que la resurrección del Señor nos ofrece en el día de hoy. Creer con alegría desbordante la presencia del Resucitado en nuestra vida personal, en la vida de la Iglesia, en la historia de los hombres. Y a la vez dar testimonio de su Vida con luz más intensa que todas las tinieblas. Hemos de volver a la osadía con que María Magdalena, los discípulos, la primera generación de cristianos manifestaban su fe en el Resucitado: a este Jesús, Dios le resucitó, de lo cual nosotros somos testigos. Y nosotros también sabemos, como Pedro, que no hay bajo el cielo otro nombre (el de Jesucristo nazareno) por el que nosotros podamos salvarnos.

 

El testimonio de la luz del Resucitado se fundamenta en la certeza de la fe que procede gratuitamente del autor de la Luz. No seremos nosotros quienes con nuestro esfuerzo “veamos” al Señor; será Él quien generosamente se nos presente a nuestra contemplación. Hasta el viernes santo hemos estado contemplando “al que traspasaron”, unidos a Juan y a María. Desde hoy, durante toda la pascua, contemplaremos a Cristo resucitado, Luz de las naciones, poderoso invencible del pecado, del mal y de la muerte.  Que esta Eucaristía, queridos hermanos sea para nosotros un verdadero encuentro con Cristo Resucitado como lo fue para María, para Juan y Pedro. Que la alegría de la resurrección del Señor nos lleve a su Amor y que su Amor nos conduzca al testimonio de vida entre nuestros hermanos. De este modo la pandemia será sólo un accidente pasajero en nuestra vida. Así sea.