Homilía de Mons. García Burillo en la Catedral en la Concepción Inmaculada de María

Queridos hermanos del Cabildo, hermanas y hermanos. Permitidme un saludo especial a las mujeres en esta fiesta de la Inmaculada Concepción de María, la extraordinaria mujer que encierra todos los valores de humildad, esperanza, coraje discreto en la lucha, amor sin medida a su hijo y a su esposo, miembros de aquella singular familia, y, sobre todo, gracia de Dios. Nuestra felicitación cordial a las mujeres en este día al que, hasta no hace mucho tiempo, llamábamos “el día de la madre”. Además, como consecuencia de la pandemia, la Conferencia Episcopal ha trasladado el día del Seminario al día de hoy, fiesta de la Inmaculada. Tendremos por tanto un recuerdo especial para nuestros queridos seminaristas.

 

La fiesta de la Inmaculada nos llega siempre en el centro del Adviento como el modelo de espera de María ante la llegada del hijo. Sus sentimientos de madre, que espera con amor y respeto a su hijo, resume los sentimientos que nosotros podemos albergar ante la próxima llegada del Mesías. Porque, si en todo Adviento María es el eje de nuestra espera, lo es particularmente en los momentos de pandemia que vivimos, al producir en nosotros una inmensa oscuridad en la salud y la economía y en sus consecuencias para nuestra vida, similar a la que vivía Israel en espera del Mesías. También nosotros esperamos con ansiedad la llegada del Salvador, que nos libere de los males que nos afligen.

 

La solemnidad de María Inmaculada en este año, cuando vamos perdiendo el sentido religioso de la vida, y con él la devoción a la Virgen María, nos recuerda con nostalgia el movimiento mariano que recorrió la Iglesia de España durante siglos y le llevó a obtener el título de Tierra de María, que con frecuencia pronunció para nosotros san Juan Pablo II.

 

Si España es tierra de María, lo es en buena parte por su amor a la Inmaculada. En torno a ella concitaron su devoción, desde tiempo inmemorial, las órdenes religiosas y militares, las cofradías y hermandades, los institutos de vida consagrada y de apostolado seglar, las asociaciones civiles, instituciones académicas y seminarios, muchos pueblos y ciudades… hicieron voto de defender la Concepción Inmaculada de María. En las universidades, profesores y alumnos hacían juramento a favor de María, Inmaculada desde el momento de su Concepción, siglos antes de que fuera declarado el dogma mariano. Por eso España era considerada tierra de María.

 

En muchas ocasiones usamos en nuestro lenguaje castellano el saludo antiquísimo de Ave María Purísima. Aunque ya ha caído en desuso, los mayores recordamos que al llegar a una casa, saludábamos de este modo, expresando nuestra fe en María que es toda Pura, Inmaculada. Nuestros mejores músicos, poetas y dramaturgos han cantado sus alabanzas, y los mejores pintores y escultores plasmaron en el arte las verdades de la fe contenidas en el dogma mariano. Nuestro encuentro con María, hoy en la catedral, ha de ser la muestra de amor y de fe de nuestro pueblo a la Santísima Virgen, uniéndonos a la devoción de toda España a María, manifestada durante siglos.

 

¿Cuáles son nuestros sentimientos en estos momentos?, ¿qué expresa nuestra fe cuando proclamamos que María ha sido concebida Inmaculada desde el primer instante?

 

Antes de nada, traigamos a la memoria las palabras precisas del dogma, proclamado por el Papa Pío XI en 1854, hace ahora 179 años: “La Beatísima Virgen fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano”.

 

Tres aspectos destacamos en la proclamación del dogma:

 

En primer lugar: Hágase en mí según su palabra, palabra escuchada a María, en respuesta al anuncio del Ángel. Existe una íntima relación entre la Virgen María y el Misterio de Cristo y la Iglesia. No podemos celebrar a María si no reconocemos que ella nos lleva necesariamente a Cristo. Si María fue dotada de dones singulares, lo ha sido para llevar a cabo una misión tan importante como la que el Padre le encomendó: ser la madre de Jesucristo. Sólo si María estaba llena de gracia, podía asentir libremente a la propuesta del Ángel: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Abrazando la voluntad de Dios, María colaboró a la obra redentora de su Hijo. Su disposición humilde la capacitó para ser la madre del Señor. Así, preservada de toda mancha original, María podía ser digna morada para Dios.

 

Queridos amigos, no olvidemos la primera de las lecciones que hemos aprendido en la pandemia: la humildad. Sin Dios el ser humano no puede nada, sin Él no llega a ninguna parte. Necesitamos a Dios, su inteligencia y su fuerza, que acompañen nuestra debilidad e insuficiencia. Aprendamos de María: también nosotros somos “esclavos” del Señor y hemos de pedirle que en nosotros se cumpla su voluntad.

 

En segundo lugar, acojamos en nuestro corazón el saludo de Gabriel a María: Ave, María, llena de gracia. Llena de gracia quiere decir toda pura, toda santa. María es la primera de todos los santos redimidos por Cristo, la nueva Eva, madre de la nueva humanidad. Al proclamar que María es Inmaculada confesamos también que María es la toda Santa, Panagia, como la invoca la tradición oriental. Si todos los cristianos de cualquier clase o condición estamos llamados a la plenitud de vida y a la perfección del amor, es decir a la santidad, María, más que nadie ha sido elegida antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia en el amor (Ef 1,4). Inmaculada significa, por tanto, purísima, sin pecado. María, a diferencia de todos nosotros, ha sido concebida sin pecado original y, por esa concepción inmaculada, está llena de gracia, es Toda Santa.

 

El Papa Francisco nos dirigió hace poco tiempo una Exhortación Apostólica sobre la santidad, que comenzaba de este modo: ¡Alegraos y regocijaos! Dios nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. Alejemos de nosotros no vivir una vida según el plan de Dios, que no es otro sino la felicidad y la alegría sin fin, es decir, la santidad.

 

En tercer lugar, escuchemos la palabra de Dios a la serpiente: Pongo hostilidad entre ti y la mujer. Dios está anunciando a la mujer y a la humanidad la disposición al pecado que se daría en todo ser humano. ¿Podemos vencer nosotros la tentación al pecado? Sin la gracia es imposible. Sin embargo, María es para todos, modelo de vida en la victoria sobre el pecado.

 

Desde el comienzo de la historia, el ser humano estuvo sometido al poder del pecado, que permanece ligado a nuestra hechura personal y social. En cambio, María fue siempre enemiga del pecado. Desde el principio aparece como signo de la victoria sobre la muerte y el mal. De aquella mancha original María fue librada por los méritos de su Hijo. María es señal de segura esperanza para los que vivimos sometidos al pecado. En ella contemplamos la santidad que Dios quiere para sus hijos. Ella nos anima cuando el pecado nos lleva a la tristeza de una vida al margen de Dios y de nuestros hermanos. En ella encuentran los jóvenes la limpieza de un amor sin límites; los esposos, una imagen para hacer de su unión conyugal una comunidad de vida y amor; las vírgenes consagradas ven en ella la promesa cumplida del ciento por uno a quienes en este mundo se entregan con corazón indiviso al Señor; toda persona de buena voluntad, en particular los pobres y los últimos de la tierra, encuentran en María una señal de esperanza que les llevará a ser los primeros en el Reino de Dios.

 

Queridos hermanos, en esta fiesta de la Inmaculada, inmersos en las penosas condiciones en que ahora nos encontramos, os invito a poner nuestras vidas en las manos de María. Y en la celebración de la Eucaristía, hoy hacemos una mención especial por los seminaristas y los sacerdotes. Todos somos responsables de las vocaciones al sacerdocio, todos debemos cuidar y amar este don de Dios a su Iglesia. El pueblo de Dios entero hemos de orar por las vocaciones, porque la Iglesia sin sacerdotes no puede existir. Pidamos a María Inmaculada que suscite en nuestra diócesis pastores misioneros, que anuncien con valentía del Evangelio, que es Jesucristo. Los necesitamos con urgencia.  Así sea.