Homilía de Mons. García Burillo en el Jueves Santo (S. I. Catedral, 1 de abril)

Hermanos del Cabildo catedral, hermanas y hermanos reunidos en la Catedral para celebrar el Jueves Santo, un saludo muy afectuoso también a quienes nos acompañáis por el servicio de la Delegación diocesana de MCS, especialmente a los afectados por la pandemia, a los enfermos y ancianos. ¡Bienvenidos a la Cena del Señor! Hoy todos volvemos a escuchar las palabras encendidas de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo: He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros

Con honda emoción las hago mías también. Como Obispo Administrador Apostólico de Ciudad Rodrigo, me siento feliz de presidir la Cena del Señor, en la cual se renueva en nosotros el asombro eucarístico que San Juan Pablo II destacara en su Encíclica Ecclesia de Eucharistía.

Esta celebración nos introduce en los días santos del Triduo Pascual. Con el don de la Eucaristía, Jesucristo entrega a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Una misteriosa actualización se produce entre aquel primer Triduo y el presente, pasados 20 siglos.

Por eso, ahora contemplamos a Jesús, que nos ha conocido y amado a todos y cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno.  Y al igual que san Juan en la Última Cena, nos acercamos al Corazón de Cristo para escuchar su latido y acompasar nuestra vida a su entrega.  Amar y ser amado es lo esencial en nuestra vida. Su Corazón nos invita a entregarnos como Él.

Acabamos de escuchar el relato de la cena pascual judía. La muerte del cordero no es simplemente el alimento central de aquella cena, es la señal de la potencia de Dios que liberó a su pueblo de la esclavitud egipcia. Esto es lo que celebraban aquella noche.

¿En qué consistió aquella Cena pascual tan especial, que Jesús preparó para sus discípulos? Una tarde como ésta, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. La antigua figura del cordero pascual encontró aquella noche su plenitud en Cristo. Él mismo era el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Aquella noche Jesús instituyó además el sacerdocio. En efecto, la noche en que se entregó voluntariamente a su pasión, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo hizo con el cáliz. Desde entonces, generación tras generación, Cristo mismo vuelve a pronunciar estas palabras por la voz de sus sacerdotes, repartidos por todos los rincones del mundo. Oremos insistentemente para que esta voz no disminuya en número ni en calidad, y nos conceda sacerdotes que representen a Jesucristo en su acción salvadora. En nuestra Diócesis necesitamos vocaciones al sacerdocio. Oremos por nuestro seminario. 

Y también la Eucaristía es un sacrificio. La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros, sino como el don por excelencia, porque es el don de sí mismo, de su persona y su salvación. Tomad y comed, esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. En la Cena, Jesús hizo presente ya el sacrificio de Cristo en la Cruz, que tendría lugar al día siguiente. Allí se ratificó la nueva y eterna Alianza entre Dios y la humanidad.

Este es el sacramento de nuestra fe, fuente y culmen de la vida de la Iglesia, que se ofrece a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta su limitación y lo acoge solo por la fe: ¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre / aunque es de noche!, cantaba San Juan de la Cruz la presencia de Cristo en la Eucaristía. Aquesta viva fonte que deseo,/ en este pan de vida yo la veo.

 Venid a la Eucaristía los que estáis cansados y agobiados, Cristo es descanso y amigo verdadero, decía Sta. Teresa.  La Eucaristía, pan de vida, es la vida para el mundo. La verdadera vida de los pueblos, de las familias y de cada ser humano está en el amor, cuyo manantial es Dios. Por eso el Señor ha querido quedarse ella. 

Ahora bien, en la Última Cena también hubo un lavatorio de los pies. El evangelista nos describe con detalle el momento: Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos…, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos.

 Entonces, Pedro se opone: Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?

Parecía razonable la protesta de Pedro: si Jesús es el Soberano de todo lo creado no puede arrodillarse como un esclavo a los pies de los Apóstoles para lavar sus pies.

Y Jesús replica una vez más a Pedro: lavar los pies no es sólo un servicio, es el signo de la participación en la obra de Cristo: si no te lavo los pies no tienes nada que ver conmigo. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. 

Queridos hermanos: el mundo necesita conocer en la vida de los cristianos un nuevo camino, el camino del amor hasta el extremo, sin límites, presente en la Eucaristía: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado.

En unión con María, mujer “Eucarística”, adentrémonos en el amor de Cristo, y tengamos sus mismos sentimientos por la unidad de la Iglesia: Padre Santo, cuida a los que me has dado para que sean uno como nosotros. En estos momentos necesitamos en nuestra Diócesis una mayor unidad y amor entre todos.

Queridas hermanas y hermanos, es la tarde de Jueves Santo para amar unidos a Jesús, es el día del amor fraterno. Es un misterio de amor y un resquicio del cielo que nos llega a la tierra, proyectando su luz sobre nuestro diario caminar. ¡Ven Señor Jesús!