Homilía de Mons. García Burillo en el día de Corpus Christi en la Catedral

Ilmo. Sr. Deán y cabildo catedral, Ilmo. Sr. Alcalde y autoridades, vida consagrada, Delegada y Directora de Cáritas, queridos fieles laicos. ¡Quédate  con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída! Esta súplica que los discípulos de Emaús hicieron al Caminante que les acompañaba, nosotros la repetimos en esta celebración del Corpus, todavía limitada por causa de la pandemia: ¡Quédate con nosotros, te necesitamos!

          La súplica de los discípulos de Emaús expresa el sentimiento de la Iglesia en un momento de dudas e inquietudes. Cristo, respondiendo a nuestros deseos, en lugar de abandonarnos, hoy también se queda con nosotros y nos muestra el camino de respuesta a nuestros males, ofreciéndonos su compañía y el poder de su Espíritu. Hoy se sienta con nosotros a partir el pan.

          La fracción del pan –como al principio se llamó a la Eucaristía- ha sido siempre el centro de la vida de la Iglesia porque en ella Cristo está presente sin abandonar a los hombres a su propia suerte. En la fracción del pan, Jesucristo mismo en persona actualiza el misterio de su muerte y resurrección, vuelve a poner sobre la mesa los motivos por los que se entrega por completo a quien le aguarda y necesita, incluso a quien ni le espera ni le acepta. Estos motivos no son otros que el amor sin medida, sin esperar respuesta, el amor total. Por la comunión del pan único y partido, se nos entrega Jesucristo, pan vivo que ha bajado del cielo, -como hemos escuchado en el Evangelio-para que quien coma de este pan no guste la muerte, sino que tenga vida eterna. La fracción del pan es el comienzo del banquete eterno, que sacia toda hambre y toda sed.

A la comunión eucarística –que ahora recibimos con precaución para no contagiarnos- se llega en la Misa después de la fracción del pan, es decir, después de hacer memoria de la muerte del Señor, que realizó por la entrega total de sí mismo, expresando el modo más perfecto amor y predilección. Él se queda con nosotros para partirnos el pan y darlo en alimento. A la súplica de los discípulos, quédate con nosotros, Jesús responde con obras: entra y se queda con ellos, se sienta a la mesa, toma el pan y se lo da. A esto mismo venimos a la Eucaristía: a comer el Pan que sacia nuestra hambre y nuestra sed, que repara nuestras fuerzas, disponiéndonos para la dura labor de nuestros días.

          Este Cristo, que se quedó con los discípulos y hoy permanece en el altar y luego en la custodia, no actúa como simple consuelo a nuestra soledad, un alivio a nuestros males. Este Cristo es el centro de la historia de la Iglesia y de la humanidad. Él es la cabeza de todo (Ef 1, 10). Cristo es el fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones (GS 45).

          El hombre no puede vivir sin amor –decía Juan Pablo II en su encíclica Redemptor hominis- Él permanece para sí mismo como un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente (RH 10). Para esto se queda Cristo con nosotros: para descubrirnos quiénes somos, de qué naturaleza, para qué eternidad fuimos creados y colocados en la tierra. La realidad del hombre sólo la conocemos si penetramos en el misterio de Cristo encarnado.

          Su presencia real nos lleva a comprender que la Eucaristía es también un misterio de luz. En el pan blanco, cuerpo de Cristo elevado para la adoración del pueblo cristiano, contemplamos la luz del mundo. Yo soy la luz del mundo nos asegura Él mismo. En el Pan transformado contemplamos a Cristo Resucitado. Por nuestra fe, al adorar el cuerpo de Cristo, descubrimos a Dios vivo y glorioso, Cristo actuante en la historia.

          Descubrimos que la Eucaristía es luz al relacionar las dos mesas de la Eucaristía: la mesa de la Palabra, el ambón, y la mesa del Pan, el altar. En la mesa de la Palabra hemos escuchado: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51). Y en la mesa del Pan, dentro de unos momentos, gustaremos el Pan que nos da la vida y nos hace eternos. Verdaderamente esto es luz para el mundo.

          Las palabras de Jesús, por tanto, nos sacan de la oscuridad y de la tristeza. Por eso nosotros, le gritamos nuestro deseo de permanecer a nuestro lado: ¡Quédate con nosotros Señor! 

          La presencia real de Jesús en la Eucaristía da firmeza a nuestra súplica y seguridad a nuestra esperanza. Navegando con sus discípulos, llenos de miedo ante el riesgo de naufragar, Él les aseguraba: No temáis hombres de poca fe. Si Él está con nosotros, la inseguridad no cabe en nuestras vidas. Esta firmeza ha llevado al Papa Benedicto a repetir las palabras que con tanta frecuencia repetía Juan Pablo II: ¡No temáis! ¡Abrid más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder; si lo hubieran dejado entrar, hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, Él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, el quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre y a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa (Hom. 24-4-05).

 El sacramento del amor traza el camino a seguir para una auténtica reconciliación entre las personas y los pueblos, para una integración en las diferencias. Todos los seres humanos, especialmente los pobres y lisiados, los ciegos y los cojos, es decir los excluidos, están llamados a compartir el banquete del Reino preparado por el Señor. La Eucaristía nos lleva necesariamente a la fraternidad, a compartir los dones que el Señor ha puesto a nuestra disposición. Por eso hoy, fiesta del Corpus, celebramos también el día de la Caridad, y estamos obligados a festejarla, compartiendo con los necesitados nuestros bienes. Hoy tenemos entre nosotros algunos distinguidos representantes.

          Renovemos nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, aunque la presencia real no suprime otras presencias de Cristo entre nosotros. Cristo también está en los pobres, en las colas de hambre que hemos contemplado estos días buscando en las parroquias el alimento necesario. El Papa Francisco siempre cercano a los débiles, nos recuerda en su carta pastoral programática: Hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y la inequidad”. Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea la caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad… Se considera al ser humano un bien de consumo que se puede usar y tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte”. Ya no se trata del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son “explotados”, sino desechos, “sobrantes” (EG 53). 

La Eucaristía, queridos hermanos y hermanas, nos da a los cristianos una increíble fuerza para la misión: los discípulos de Emaús, una vez que recibieron al Señor, se levantaron inmediatamente (Lc 24,33) para comunicar a sus compañeros lo que habían visto y oído. La misión de los cristianos cobra su energía y su eficacia en la comunión con Cristo, que ha tenido la generosidad de entregarse por entero a nosotros. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón (Ignacio de Antioquía, Rom 6,1-9,3). Esta Eucaristía nos hace más fuertes en generosidad y servicio a los demás.

          Finalmente, la procesión de este año será vivida por nosotros con una fe y una devoción particular. No podremos realizarla con esplendor por las calles. Será una procesión humilde por el interior de la Catedral, pero vivida con especial fervor. Que la fe en Dios que se hizo nuestro compañero de viaje, se proclame como expresión de nuestro amor agradecido y fuente inagotable de bendición para todos.