Bodas de Oro Sacerdotales

Raúl Berzosa:» Los presbíteros estamos llamados, ante todo y sobre todo, a servir al Pueblo de Dios»

El obispo y el Vicario General junto a los sacerdotes que celebran sus bodas de oro.

Muy querido D. José, hermano obispo; queridos hermanos sacerdotes, especialmente quienes celebráis vuestras Bodas de oro sacerdotales: D. Joaquín Galán Pino, D. Gabino Martín Vicente y D. Guillermo Corral Peramato; queridos diáconos; queridos familiares; queridas religiosas; queridos seminaristas; queridos todos.

Estamos celebrando la Fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. En la primera lectura, de la Carta a los Hebreos, se nos ha recordado cómo es nuestra ordenación sacerdotal: “un ir perfeccionando día a día nuestra llamada hacia la santidad”, que consiste, para el sacerdote diocesano, en el heroísmo de la caridad. Todo, en Jesucristo, Único, Sumo y Eterno Sacerdote. ¡Qué belleza ha sido volver a escuchar y cantar el salmo 109: “Tú eres sacerdote eterno, y para siempre, según el  rito de Melquisedec”. Y, en el pasaje del Evangelio de San Marcos, una invitación: al mismo tiempo que hacemos presente el Cuerpo y la Sangre del Señor, convertirnos nosotros mismos en Eucaristía vivientes, según lo prometido el día de nuestra ordenación: “vive lo que celebras”. De nuevo, el heroísmo de la caridad en el ejercicio diario de nuestro ministerio sacerdotal.

Queridos hermanos presbíteros, recientemente el Papa Francisco celebró órdenes presbiterales en Roma. Como siempre, sus palabras fueron breves pero certeras. Nan nuevo, porque lo esencial no cambia. Deseo recordaros lo que dijo, como si fuese un regalo aquí y ahora para nosotros, y muy especialmente para quienes celebráis las bodas de oro.

Los ordenados, somos conscientes de que el Señor Jesús es el único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento; pero en Él también todo el pueblo santo de Dios fue constituido pueblo sacerdotal. Todos iguales en dignidad y en la misma misión. Si bien es cierto que, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiso elegir a algunos en particular, para que ejerciendo públicamente en su nombre el ministerio sacerdotal, y en favor de todos los hombres, continuaran su misión peculiar de ser maestros, sacerdotes-presidentes y pastores.

No lo olvidemos nunca: los presbíteros estamos llamados, ante todo y sobre todo, a servir al Pueblo de Dios. Configurados con Jesucristo, somos predicadores del Evangelio, Pastores del Pueblo de Dios, y presidentes en las celebraciones. Esto comporta todo un estilo de vida: así, debemos leer y meditar asiduamente la Palabra del Señor para creer lo que hemos leído, para enseñar lo que hemos aprendido, y para vivir lo que hemos enseñado. La Palabra de Dios, orada y predicada, es como el perfume de nuestra vida. Y con ella, y con nuestro ejemplo, edificamos la Casa de Dios que es la Iglesia.

Igualmente, por nuestro ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto. Con el bautismo agregamos nuevos fieles al Pueblo de Dios. Con el sacramento de la penitencia perdonamos los pecados en el nombre de Cristo y de la Iglesia, sin cansarnos de ser misericordiosos. Porque siempre tenemos presentes nuestros pecados y nuestras miserias que Jesús también nos perdona.

Con el oleo santo damos alivio a los enfermos. Elevando la oración de alabanza y súplica, la oración litúrgica de Las Horas, durante todo el día, nos hacemos voz del Pueblo de Dios y de toda la humanidad. Y, finalmente, ejercitamos con alegría la caridad sincera, complaciendo únicamente a Dios y no buscando otros intereses propios. En resumen, solamente estamos al servicio a Dios y para el bien del santo pueblo fiel de Dios. Por eso, tengamos siempre delante de los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no vino a ser servido, sino a servir y a buscar y salvar lo que estaba más perdido y alejado de Dios.

Hasta aquí el mensaje de nuestro querido Papa Francisco. Queridos hermanos: no nos cansemos de servir ni tampoco nos acostumbremos a los misterios de Dios; no hagamos de nuestra bella vocación una rutina. Que en este día, y especialmente entre quienes celebráis vuestras bodas de oro, resuene el Magnificat, la acción de gracias por nuestra vocación. Con una certeza: ¡Jesús es siempre fiel; no se cansa jamás de nosotros ni de nuestras debilidades!

Unas breves palabras para D. Gabino, D. Guillermo, y D. Joaquín, en sus Bodas de Oro Sacerdotales. Muchas gracias por esa tarjeta-invitación en la que nos hablásteis de tres primaveras: la del 68, recién salidos de un Pentecostés Conciliar. Vió Dios que vuestra ordenación era un regalo bueno para vosotros, para la humanidad y para la Iglesia; la primavera del 93, la de vuestras bodas de Plata, en los albores de un nuevo milenio. El Señor seguía contemplando con bondad vuestro ministerio sacerdotal. Han pasado 5o años; es hora de la primavera jubilar. Dios constata que su obra continua bien hecha. D. Juan Antonio Oreja, en el cielo. Y, vosotros tres, con el corazón estremecido y el alma exultante, sentís que es hermoso ser sacerdotes, ¡muy hermoso!, y a la vez es motivo de gratitud inmensa por el milagro del Espíritu y de lo que la gracia sigue obrando en vosotros. Nos unimos, sinceramente, a vuestra acción de gracias y a vuestra alegría, cantando el Magnificat e implorando misericordia, porque, a pesar de que nuestras vidas no son siempre perfectas, en medio de las imperfecciones y caídas, la mirada de Dios, entrañable y complaciente, nos levanta una y otra vez. Con la fuerza del Espíritu, nuestras frágiles manos, pero ungidas, seguirán acogiendo, bendiciendo, partiendo y repartiendo el Pan de la Palabra y del Sacramento Vivo del Corpus Christi. “¿A dónde nuestro camino, en un futuro, irá?… – Al hombre y a Dios, donde nuestros pasos siempre van”…

Gracias, hermanos presbíteros, los homenajeados y todos los presentes; gracias sobre todo a los de mayor edad. Gracias por todo el bien que habéis hecho, que seguís haciendo, y que, D.M.,  haréis a nuestra querida diócesis civitatense. Dios os pague lo que ni acertaremos, ni sabremos, ni podremos hacer.

Mutuamente nos encomendamos en nuestras oraciones, y renovamos nuestra comunión en la celebración de la Eucaristía. Un recuerdo muy especial para nuestros sacerdotes enfermos y sufrientes, para nuestros misioneros, y para quienes sirven en otras Diócesis.

Que Santa María, la Madre de los sacerdotes, y tantos sacerdotes santos, nos acompañen y nos cuiden en estos momentos históricos, de tanta complejidad, y con tantos retos evangelizadores, pero tiempos de tanta esperanza y de tanta novedad. Y que el Espíritu Santo nos encienda la parresia, las ganas de seguir evangelizando y misionando, con alegría y entusiasmo, sobre todo a los más alejados y necesitados. Que así sea.

+ Cecilio Raúl, Obispo