Profesión Solemne de Sor Fátima y Sor Escolástica

Raúl Berzosa: «Vivid de verdad la fraternidad! Esta casa, donde hay tantas hermanas enfermas, será un cielo o un infierno, dependiendo de vosotras» 

Queridos hermanos sacerdotes, especialmente quienes atendéis esta Comunidad; querido Padre Asistente; querido Sr. Delegado de la Vida Consagrada; querida comunidad de Madres Agustinas, especialmente Sor Fátima Mariene del Sagrario y Sor Escolástica de Jesús Nazareno; queridas madre Presidenta y madre Priora de Jerez; queridas consagradas; queridos padrinos, D. José y Doña Isabel; querida Coral agustiniana; queridos todos:

En verdad, éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo (Salmo 121). ¡Cristo nos ha llamado, elegido y consagrado. Gocemos y alegrémonos con El! No hace falta subrayar que, como Obispo, estoy muy contento de poder celebrar esta doble profesión solemne de Sor Fátima Mariene del Sagrario y Sor Escolástica de Jesús Nazareno.

Os diría muchas cosas, pero necesariamente tengo que ser breve porque los gestos y las palabras de esta Liturgia ya son muy ricas y elocuentes. Así, como las lecturas que acabamos de escuchar. En la primera, del Libro de Samuel, quisiera aplicar para vosotras, queridas profesas, su misma expresión, que también hemos repetido en el Salmo 39: “Aquí estoy porque me has llamado… Habla que tu siervo escucha”. La segunda lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles, resumía vuestra vida en dos caras o dimensiones: por un lado, “dar testimonio de la resurrección del Señor Jesús”; y, por otro lado, “vivir en comunidad teniendo un solo corazón y unas sola alma”. Finalmente, el Evangelio de San Marcos os adelanta el premio a vuestra vida, si permanecéis fieles en ella: “En esta vida recibiréis cien veces más… y, en el futuro, la vida eterna”. ¡Felicidades hermanas! Vuestra mejor respuesta a esta Palabra de Dios la encuentro en vuestra invitación, asumiendo palabras de San Agustín: “El corazón del que ama ya no es suyo; lo dio al Amado”.

Además del rico mensaje de la Sagrada Escritura, ¿qué más os diría con mis pobres palabras?… En primer lugar, y sinceramente, os quiero dar las gracias por haberos decidido a dar este paso tan decisivo en vuestras vidas, lejos incluso de vuestras familias de sangre. Amparadas, eso sí, por vuestra comunidad, por vuestros padrinos y por tantos bienhechores de esta casa. ¡Es la riqueza y la belleza de la catolicidad de la Iglesia!

Deseo también animaros. Seguro que os sentí indignas de este evento de gracia tan grande. Pero no tengáis miedo: vuestra fidelidad es la fidelidad de Jesucristo que os ha llamado para siempre, ya desde la consagración bautismal. Él nunca falla. Y, si por desgracia nos separamos de Él, Él siempre nos espera, acoge y perdona. ¡Qué misterio tan grande! Estamos para siempre en el corazón de Jesucristo; amados por Él… Sólo así, dentro de unos momentos, podréis exclamar: “Pido servir a Jesucristo, nuestro Esposo, en la Orden de San Agustín, y perseverar en este propósito todos los días de mi vida”. Sois conscientes, como se lee en vuestras Constituciones (n. 222), que “con la profesión solemne os vinculáis irrevocablemente a Jesucristo y a su Iglesia, y os incorporáis definitivamente a este Monasterio, pasando a ser miembros de pleno derecho de la Orden agustina para siempre”

Hermanas, vuestra vocación primera y más importante, ya desde vuestra formación y ratificada solemnemente ahora, es la contemplación y la oración. Como María, la hermana de Marta, “habéis escogido la mejor parte y nadie ni nada os lo podrá robar”. En medio de tantos motivos para desanimarnos, en medio de las voces de los profetas de calamidades, de destrucción y de desesperanza, estáis llamadas a ser luz y sal, sembradoras de esperanza, y profetas de una novedad de vida total, animadas por el Espíritu Santo.

No será fácil. El buen Papa Francisco, advierte a las consagradas de algunas tentaciones que tendrán que superar día a día: así, la tentación del cansancio y del dejarse arrastrar y no querer ser guía y motor; la tentación de la queja contínua, con razón o sin razón; la tentación de la murmuración y de la crítica destructiva; la tentación de compararse continuamente con los demás y de los celos y envidias; la tentación del individualismo y del egocentrismo; la tentación de la añoranza de otras formas de vida; o la tentación de caminar dispersos, sin rumbo y sin meta…

Superar estas tentaciones no es sencillo pero es posible si permanecéis injertadas y arraigadas en Cristo como el sarmiento a la vid. Cuanto más enraizadas estéis en El, el Esposo, más vivas estaréis y más fecundas seréis. La calidad de vuestra consagración depende de cómo sea la calidad y profundidad de vuestra vida espiritual.

Hermanas, concluyo regalándoos un doble subrayado: por favor, ¡vivid de verdad la fraternidad! Esta casa, donde hay tantas hermanas enfermas, será un cielo o un infierno, dependiendo de vosotras. Y, en segundo lugar, además de la necesaria dedicación a las hermanas más mayores y enfermas, no descuidéis vuestra formación unida a vuestra oración. Porque no basta saber cosas de Dios; hay que tener experiencia de Dios. Tenéis el lujo de un maestro como  capellán: el Padre Carlos. Aprovecharos de sus enseñanzas y de sus buenos consejos. Y, tenéis el apoyo de las dos hermanas profesas que han venido como refuerzo. ¡Gracias, madres Presidenta y Priora, por vuestra generosidad! ¡Es una apuesta por el futuro de este monasterio!…

Estamos celebrando el Año jubilar de Santa Teresa. Ella nos enseña, con su ejemplo y con su magisterio, en qué cosiste el arte de vivir, a saber: en conocer a Jesucristo, que es el sentido y la felicidad más plenos de nuestras vidas. Si se desconoce este arte de vivir, todo lo demás ya no funciona. ¡Caminemos, como ella, con determinación y valentía!

Gracias a todos los presentes, muy especialmente a los padrinos y fieles de esta parroquia, por vuestra oración, vuestro cariño a este monasterio y vuestra impagable ayuda. Que el Señor os compense lo que, humanamente, ni sabemos ni podemos. Gracias, como no, a D. Andrés, párroco, a D. Carlos, Capellán, y a todos los sacerdotes que, con tanto mimo y esmero, atendéis a esta comunidad. Gracias, finalmente, a la Coral por vuestra participación, contribuyendo a que esta celebración sea aún más solemne, si cabe.

Nada más. Continuamos la celebración pidiendo a la Virgen María, la Madre de las Consagradas y a todos los santos a los que nos encomendaremos, que, por medio del Espíritu Santo, la hermosa obra que Dios ha comenzado en vosotras, Él mismo la lleve a feliz y pleno término; y que os conceda siempre vivir en los frutos que regala ese mismo Espíritu, para el bien de esta comunidad y de toda la Iglesia: “Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de vosotras mismos y valentía para ser profetas del Evangelio” (Gal 5). Así sea.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo