Homilía

Homilía a los sacerdotes

(Palacio Obispal, 27-12-2012)

         Querido hermano en el episcopado, D. José; querido D. Juan Rubio, nuestro conferenciante de hoy; queridos hermanos sacerdotes y, especialmente, querido D. Floro, que cumple, hoy, 90 años. ¡Felicidades!:

Una vez más, por estas fechas navideñas, la Providencia nos permite gozar de un día de fraternidad sacerdotal. Un recuerdo muy especial para nuestros hermanos sacerdotes misioneros y para los más enfermos.

Celebramos la fiesta de San Juan, apóstol y evangelista. En la primera lectura se nos invita, como él, “a anunciar lo que hemos visto y oído”. Y, en el evangelio, junto a Pedro, es testigo privilegiado de la resurrección. No me voy a detener en glosar la figura de San Juan ni las lecturas de hoy. Me centraré en un mensaje “más sacerdotal”.

Como, más tarde, D. Juan Rubio os hablará de San Juan de Avila – y de la actualidad de su mensaje- deseo, como homenaje al Concilio Vaticano II, al cumplirse las bodas de oro del mismo, recordar brevemente algunas pinceladas de lo que el Papa Pablo VI nos legó como magisterio en lo referente a la identidad y misión del sacerdocio. Es un magisterio que abre paso a lo que más tarde expresarán muy ampliamente tanto el beato Juan Pablo II como nuestro querido Papa Benedicto XVI.

Los estudiosos destacan una frase de Pablo VI, que es todo un programa de vida: “Que los sacerdotes estén encarnados en el mundo de hoy, pero sin ser mundanos, sin identificarse con él”. O, en otro juego de palabras muy realista, “Cuanto más inmersos en el mundo, más diversos; cuanto más presentes, más elevados”.

Pablo VI también nos dejó escrito que “el sacerdocio católico constituye algo único en su género, de forma que el presbítero tiene que ser un hombre fuera de lo ordinario porque debe conjuntar en sí mismo la transcendencia de su ministerio y la inmanencia del arte pastoral”. A su vez, recuerda que debe ser un “verdadero misionero si quiere que el cristianismo permanezca y vuelva a ser fermento vivo de civilización”.

Avanzando en su rico magisterio, el Papa Pablo VI urgía, en un sano y fecundo equilibrio, por un lado,  a que el presbítero descubriera a la Iglesia como cuerpo de Cristo, edificio construido por Cristo e instrumento de salvación para los hombres; y, por otro, a que se comprometiera en instaurar el Reino de Dios “cuyo núcleo principal es la liberación de todo cuanto oprime al hombre y el establecimiento de relaciones verdaderas y justas de los hombres entre sí y con Dios”. Como se puede apreciar, laten en estas palabras las del mismo Vaticano II, como no podía ser menos.

Como no deseo alargarme, en este tiempo de nueva evangelización, he indagado particularmente qué escribió el Papa Pablo VI acerca del sacerdote como evangelizador. En primer lugar, destaca cómo la proclamación del Evangelio es competencia urgente y específica del sacerdote, ya que por su misma ordenación se convierte en el vehículo humano a través del cual se perpetúa y prolonga en el tiempo y en el especio la acción redentora de Cristo.

En segundo lugar, el Papa contempla en los presbíteros, como evangelizadores, la señal del amor de Cristo a la humanidad de hoy. Por eso, deben ser agentes principales del diálogo con la cultura de hoy y deben manifestar una preocupación constante por los más alejados y necesitados.

En tercer lugar, con una expresión llena de belleza, los sacerdotes evangelizadores son los encargados de “construir. con su testimonio de vida, la ciudad de Dios en medio de la ciudad de los hombres”. Pero subrayando que, con su entrega total, es como el evangelio puede ser contemplado y comprendido.

En cuarto lugar, y aterrizando aún más, la pastoral evangelizadora, según el Papa Pablo VI, deberá ofrecer estas notas: claridad, afabilidad, confianza y prudencia. Todo ello en un clima “de diálogo, cercanía y amistad fraterna con los hombres de hoy, sus hermanos”.

Finalmente, entre las virtudes que se piden cultivar al sacerdote evangelizador, estarían el equilibrio (humano, psíquico y espiritual), la formación permanente, la profunda vida de oración y, en nuestros días, el cultivo de la unidad y de la comunión a todos los niveles. En este último sentido, el cardenal Pironio, recogiendo el espíritu y magisterio del Papa Montini, dejó escrito: “El sacerdote es comunión. Comunión con Cristo, muerto y resucitado; comunión con la totalidad del Pueblo de Dios; comunión con el mundo que espera la salvación. El sacerdote es el hombre particularmente elegido por Cristo y configurado por el Espíritu para hacer y presidir la comunión”.

En otro orden realidades, Pablo VI definirá al sacerdote, al mismo tiempo, como padre, maestro, hermano y amigo. Siendo el hombre “de las dos orillas” porque cultiva un estrecho contacto con Dios y, a la vez,  con los hombres, sus hermanos. En resumen, el Papa Pablo VI subraya lo que nunca debemos olvidar: el sacerdocio, vivido en fidelidad a nuestra identidad en el mundo de hoy y en fidelidad a la misión eclesial, tiene sentido y se experimenta como sana y gozosa realización existencial. Esto exige una conversión permanente y una renovación de nuestro “sí” cotidiano.

Concluyo con una oración muy apreciada por el Papa Pablo VI: «Oh Dios, dad a la Iglesia muchos apóstoles, pero suscitad en su corazón una sed ardiente de intimidad con Vos y, al mismo tiempo, un deseo de trabajar por el bien del prójimo. Dad a todos una actividad contemplativa y una contemplación activa».

Mis últimas palabras son para recordaros que, en este año, celebraremos las dos tandas de Ejercicios habituales. La primera, en el mes de Julio, en Guarda, dirigida por nuestro querido D. José Sánchez. La segunda, en el mes de septiembre, en el Seminario, dirigida por el Obispo de Menorca, D. Salvador Jiménez.

Seguimos en tiempo de Navidad. Nos recuerda Benedicto XVI, “que Dios es tan grande que puede hacerse pequeño como un niño indefenso para que podamos amarlo. Y Dios es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo”.

Que el Espíritu, que un día nos marcó y que transformará un día más el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor, y que María, Madre buena de los sacerdotes, nos ayuden en esta hermosa y fecunda misión en la Iglesia y en la sociedad de hoy. Feliz día de convivencia sacerdotal. Amén.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo