Misa Crismal

Raúl Berzosa: «Los presbíteros tenemos que familiarizarnos y meditar asiduamente la Palabra del Señor, para creer lo que leemos, enseñar lo que creemos y practicar lo que enseñamos»

El obispo ante los santos óleos.

Querido D. José, obispo; queridos hermanos sacerdotes y diáconos; queridas consagradas; queridos todos:

El Señor Jesús nos ha convocado, un año más, a celebrar esta Eucaristía tan entrañable y significativa para los presbíteros. En ella renovaremos nuestros compromisos. Lo hacemos en clima orante y en presencia de parte del Pueblo de Dios.

En esta ocasión no voy a ser muy original. Voy a unir la voz de dos Papas vivos: nuestro Papa emérito, Benedicto XVI, y el actual gobernante, Papa Francisco. Comienzo por el Papa Benedicto (Cf. J. Ratzinger, Obras completas XII, p. 530-532)

Cuenta la historia de un sacerdote que, en su época de estudiante y en sus primeros años de sacerdocio, fue una persona entusiasta, llena de la alegría y llena de Dios. Como se le creía muy capaz, se le enviaba siempre a terrenos y misiones difíciles. Sin embargo, cada vez pesaba más en su corazón la infructuosidad de su labor.

Todo se volvió oscuro en torno a él, de modo que abandonó su ministerio. Quería ser finalmente un hombre como todos los demás… Así que se buscó otra cosa y se hizo asistente social, pudiendo entonces hablar con las gentes acerca de sus existencias y aconsejarlos al respecto. Al cabo de un tiempo, le surgieron muchas preguntas: “¿Qué pasa cuando el mismo consejero sólo aconseja según lo que se puede hacer a nivel humano?… ¿No puede ocurrir que, en el caso de tener que aconsejar, desde su propia oscuridad se traicione a sí mismo?… ¿No pudiera suceder que un ciego guiara a otro ciego?”…

Volvamos al sacerdote que trabajaba como asistente social: él aconsejaba a las personas, pero se daba cuenta de que esta tarea era mucho menor de la que hacía antes en su ministerio sacerdotal. Se sintió finalmente como el hijo pródigo de la parábola y se atrevió a decir al Señor: «Adsum»: “Señor, estoy aquí, acéptame de nuevo, como aceptaste a Pedro, que, en medio de su debilidad, nunca dejó de amarte”.

Concluye el Papa Benedicto que, en la historia biográfica del sacerdote descrito, también se refleja algo de la gracia y de los conflictos de cada uno de nosotros, sacerdotes servidores de Jesucristo. Tras el entusiasmo de los comienzos, y de los primeros años de sacerdocio, siempre se repite aquello con lo que Moisés, en la peregrinación de Israel, tuvo que luchar, a saber: el deseo de regresar a Egipto; la tentación de si no habría sido mejor permanecer en Egipto; la tentación de ser como todos los demás; la tentación de no tener que estar expuestos al desierto y aridez de nuestros trabajos ministeriales y a la aparente monotonía del pan y del agua cotidianos…

Es la tentación del cansancio de los buenos, de la rutina, de la acomodación y hasta de cierta impotencia… Lo que el Papa Francisco, recordando la Tradición espiritual más genuina, ha vuelto a denominar, “acedia sacerdotal”, o demonio del mediodía de la vida sacerdotal…

¿Cuál sería, entonces, el dulce remedio para sanarnos, animarnos, y revitalizar nuestro ministerio?… – El Papa Francisco nos recuerda algunas claves. El 25 de abril de 2013, presidió unas ordenaciones sacerdotales. Me remito a lo que, en síntesis, expresó en la breve homilía de aquel día y que nos viene muy bien para nosotros, hoy y aquí.

El Papa Francisco comenzó subrayando que, aunque es verdad que todo el Pueblo de Dios participa del sacerdocio real en Jesucristo, Él mismo, enviado por el Padre, envió a su vez a los Apóstoles por el mundo, para continuar sin interrupción su obra de Maestro, Sacerdote, y Pastor; por medio de ellos y de los Obispos, sus sucesores. Los presbíteros, a su vez, son colaboradores de los Obispos, en la unidad de sacerdocio, y llamados al servicio del Pueblo de Dios.

A los presbíteros, configurados especialmente con Jesucristo, y unidos al sacerdocio de los Obispos,  les incumbe, en la parte que les corresponde, la función de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Tienen que transmitir  la palabra de Dios que han recibido con alegría. Y, al hacerlo, recordar agradecidos a sus padres, catequistas, maestros y sacerdotes que los ayudaron a nacer y crecer, desde niños, la fe. Los presbíteros tenemos que familiarizarnos y meditar asiduamente la Palabra del Señor, para creer lo que leemos, enseñar lo que creemos y practicar lo que enseñamos. No olvidando nunca que la Palabra de Dios no es de nuestra propiedad; es siempre Palabra de Dios. Y es la Iglesia es la que custodia dicha Palabra de Dios. Con la palabra y nuestro ejemplo edificaremos la casa de Dios, que es la Iglesia.

A los presbíteros nos corresponde también la función de santificar en nombre del mismo Jesucristo. Por medio de nuestro ministerio alcanza su plenitud el sacrificio espiritual de los fieles, que por nuestras manos, junto con ellos, es ofrecido sobre el altar, unido al sacrificio de Cristo. Siempre tenemos que ser conscientes de lo que celebramos e imitar lo que conmemoramos, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, nos esforcemos en hacer morir en nosotros el hombre viejo para caminar en una vida nueva.

¡Qué grandeza y qué belleza! Somos dispensadores de los misterios de Dios: Introducimos a los hombres en el Pueblo de Dios por el Bautismo. Perdonamos los pecados, en nombre de Cristo y de la Iglesia, por el sacramento de la Penitencia, sin cansarnos de ser misericordiosos. Bendecimos los nuevos matrimonios. Y, a los enfermos y ancianos, les damos el alivio de la unción sin tener vergüenza de mostrar nuestra ternura con ellos. Además, al ofrecer durante el día la oración de alabanza y de súplica, y orar con la Liturgia de las Horas, nos hacemos voz de Jesucristo para todo el Pueblo de Dios y en favor de la humanidad.

Tenemos que celebrar con alegría y obrar llenos de verdadera caridad, sin buscar el propio interés, sino el de nuestro Señor Jesucristo. Somos Pastores; no funcionarios. Somos mediadores; no intermediarios. Somos la presencia del mismo Jesucristo en medio de su Pueblo.

Finalmente, como presbíteros, al participar en la misma misión de Cristo, Cabeza y Pastor, tenemos que permanecer unidos al Obispo y fomentar la comunión, entre nosotros y entre todo el Pueblo de Dios. En resumen, tenemos que imitar siempre el ejemplo del Buen Pastor, que no vino para ser servido, sino para servir, y buscar y salvar lo que estaba perdido.

Hasta aquí las palabras del Papa Francisco. Deseo añadir un recuerdo muy especial para nuestros sacerdotes ausentes, especialmente los misioneros, y para los enfermos ingresados en diferentes Hospitales: D. Victoriano, D. Celso, D. César y D. Antonio. Y una oración continuada en favor de D. Miguel Angel y D. José Efraín, nuestros nuevos Diáconos, para que pronto sean ordenados presbíteros de este querido presbiterio civitatense. Serán, sin duda, muy felices.

Gracias, queridas consagradas y fieles laicos, por tanto cariño como mostráis a vuestros sacerdotes y a este Obispo que os habla. Y muchas gracias, sobre todo, por vuestras oraciones. Juntos seguiremos pidiendo, al Dueño de la Mies, nuevas y santas vocaciones.

Que la Madre de los Sacerdotes, San José, y tantos santos presbíteros intercedan por todos nosotros. ¡Fecunda y Santa Semana a todos!

+ Cecilio Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo