Misa Crismal

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Homilía en la Misa Crismal (Catedral, 30-3-2015)

 

Muy queridos hermanos sacerdotes, queridas consagradas, queridos todos:

Sin menospreciar las lecturas de la Eucaristía de hoy, que otros años hemos glosado, en esta ocasión, como mensaje relevante, me centraré en las palabras que el Papa Francisco dirigió a los nuevos cardenales, el día 14 de febrero de 2015. Para nosotros, como presbiterio, ofrecen un contenido relevante y significativo.

Con el Papa, en este día tan nuestro, podríamos recordar que el sacramento del orden ciertamente es una dignidad, pero no una distinción honorífica. En la Iglesia, toda presidencia proviene de la caridad, se desarrolla en la caridad y tiene como fin la caridad. Por eso, el «himno a la caridad», de la primera carta de san Pablo a los Corintios, puede servirnos de contenido para nuestro ministerio, en este día en el que renovamos juntos nuestras promesas. Desde el comienzo, pedimos que María, nuestra Madre y Madre especialísima de los sacerdotes, nos ayude a entenderlo, con su actitud humilde y tierna, porque la caridad, don de Dios, crece donde hay humildad y ternura.

En primer lugar, san Pablo nos dice que la caridad es «magnánima» y «benevolente». En efecto, cuanto más crece la responsabilidad en el servicio de la Iglesia, tanto más hay que ensanchar el corazón, hasta dilatarlo según la medida del Corazón de Cristo. La magnanimidad es, en cierto sentido, sinónimo de catolicidad; es saber amar sin límites, pero al mismo tiempo con fidelidad a las situaciones particulares y con gestos concretos. Amar lo que es grande, sin descuidar lo que es pequeño; amar las cosas pequeñas en el horizonte de las grandes. La benevolencia es la intención firme y constante de querer el bien, siempre y para todos, incluso para los que no nos aman.

El apóstol dice también que la caridad «no tiene envidia; no presume; no se engríe». Esto es realmente un milagro de la caridad, porque los seres humanos –todos, y en todas las etapas de la vida– tendemos a la envidia y al orgullo a causa de nuestra naturaleza herida por el pecado. Ni siquiera los sacerdotes somos inmunes a esta tentación. Pero precisamente por eso puede resaltar todavía más en nosotros la fuerza divina de la caridad, porque es capaz de transformar el corazón, de modo que ya no eres tú el que vive, sino que Cristo vive en ti. Y Jesús es todo amor.

Además, la caridad, «no es maleducada ni egoísta». Estos dos rasgos revelan que quien vive en la caridad está des-centrado de sí mismo. El que está auto-centrado carece de respeto, y muchas veces ni siquiera lo advierte, porque el «respeto» es la capacidad de tener en cuenta al otro, su dignidad, su condición, sus necesidades. El que está auto-centrado busca inevitablemente su propio interés, y cree que esto es normal, casi un deber. Este «interés» puede estar cubierto de nobles apariencias, pero en el fondo se trata siempre de «intereses personales». En cambio, la caridad te des-centra y te pone en el verdadero centro, que es sólo y principalmente, Cristo. Entonces sí serás una persona respetuosa y preocupada por el bien de los demás.

La caridad, añade San Pablo, «no se irrita; ni lleva cuentas del mal». Al pastor que vive en contacto con la gente no le faltan ocasiones para enojarse. Y tal vez entre nosotros mismos tenemos el peligro de enojarnos. También de esto nos libra la caridad. Nos libra del peligro de reaccionar impulsivamente, de decir y hacer cosas que no están bien; y, sobre todo, nos libra del peligro mortal de la ira acumulada, alimentada y almacenada dentro de nosotros, y que nos hace llevar cuentas del mal recibido. No. Esto no es aceptable en un hombre de Iglesia. Aunque es posible entender un enfado momentáneo, no está justificado el rencor perdurable. Que Dios nos proteja y nos libre de ello.

La caridad, subraya el Apóstol, «no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad». El que está llamado al servicio de presidencia en la Iglesia debe tener un fuerte sentido de la justicia, de modo que no acepte ninguna

injusticia, ni siquiera la que podría ser beneficiosa para él o “aparentemente” para la Iglesia. Al mismo tiempo, la caridad «goza con la verdad»: ¡Qué hermosa es esta expresión! El hombre de Dios es aquel que está fascinado por la verdad y la encuentra plenamente en la Palabra y en la Carne de Jesucristo. Él es la fuente inagotable de nuestra alegría. Que el Pueblo de Dios vea siempre en nosotros la firme denuncia de la injusticia y el servicio alegre “de y a” la verdad.

Por último, la caridad «disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites». Es todo un programa de vida espiritual y pastoral. El amor de Cristo, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, nos permite vivir así y ser así: personas capaces de perdonar siempre, de dar siempre confianza, porque estamos llenos de fe en Dios y somos capaces de infundir siempre esperanza; personas que saben soportar con paciencia toda situación y a todo hermano y hermana, en unión con Jesús, que llevó con amor el peso de todos nuestros pecados.

Queridos hermanos sacerdotes: el Papa nos recuerda que todo esto no viene de nosotros, sino de Dios. Dios es amor y lleva a cabo su obra si somos dóciles a la acción de su Santo Espíritu. ¡No vamos por libre, como presbíteros: somos presbiterio en una Iglesia muy concreta! Estamos incardinados en una Iglesia que, en todos los niveles, es presidida en la caridad. Recordad que nuestra santidad, como presbíteros diocesanos, es precisamente el heroísmo de la caridad, de la entrega generosa hasta el extremo en todo lo que hacemos y somos.

Queridos fieles, consagradas y laicos, que un año más nos acompañáis en esta celebración. Gracias por vuestro cariño y atenciones hacia los hermanos sacerdotes y por vuestras oraciones. Sé que no dejáis de rezar por nosotros y por nuevas vocaciones, que tanto necesitamos. ¡Gracias de corazón!

Un recuerdo sincero y especial para nuestros hermanos presbíteros enfermos y para los que han ido a la casa del Padre desde nuestro anterior encuentro en la Misa Crismal.

Y un recuerdo muy especial para nuestros misioneros y hermanos sacerdotes que están en otras Diócesis.

Que María, la Buena Madre, y todos los santos, especialmente a quienes invocamos como patronos, nos sigan acompañando. Y que el año jubilar teresiano, prolongado por el Jubileo de la Misericordia, sean de verdad fuentes de fecundas gracias. Mi bendición para todos los feligreses de vuestras comunidades parroquiales. Os deseo una feliz y santa Semana. Así sea. Amén.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo