Festividad de San Sebastián

Los mayordomos de San Sebastián a la salida de la Catedral
Los mayordomos de San Sebastián a la salida de la Catedral

Raúl Berzosa: «Pido por vosotros, cofrades y Mayordomos, para que sigáis manteniendo esta tradición, con el mismo entusiasmo y generosidad con las que venís haciéndolo año tras año»

Queridos hermanos sacerdotes, queridas autoridades, queridos Mayordomos, queridos cofrades, queridos todos:

Un año más, nos reúne la celebración en este templo catedralicio, de la memoria de San Sebastián. Y, un año más, como viene siendo tradicional, quien os habla, quiere iluminar desde la fe el momento social  y eclesial que estamos viviendo. No lo haré con mis palabras. Resumiré y acomodaré el notable discurso que el Papa Francisco pronunció en Estrasburgo, el 25 de noviembre del 2014. Podemos calificarle de “programático”, no sólo para Europa, sino para el momento histórico que estamos viviendo en este pueblo y en esta tierra mirobrigense.

El Papa comenzó destacando que, hoy, Europa, y podemos añadir nuestra querida Diócesis, se muestran envejecidas y más empobrecidas. Por eso el Papa desea enviar un mensaje de esperanza y de aliento. Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en oportunidades para vencer todos los miedos. Y un mensaje de aliento para volver a las firmes convicciones de los padres fundadores de la Unión Europea, que deseaban un futuro cimentado en la capacidad de trabajar juntos, superar las divisiones, y así favorecer la paz y la comunión entre todos los pueblos. En el centro de este ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no sólo como ciudadano o como sujeto económico, sino como “persona” dotada de una dignidad trascendente, única e irrepetible.

Insistió el Papa Francisco en mirar a cada ciudadano no sólo como alguien aislado, sino como un ser relacional. Una de las enfermedades más extendidas hoy en Europa, y añadimos en nuestra tierra charra, es la soledad.

Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados, así como también en los jóvenes sin puntos de referencia ni oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades, y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un futuro mejor.

También se puede constatar que, en el curso de los últimos años, ha ido creciendo en Europa la desconfianza de los ciudadanos en relación a las instituciones, consideradas distantes y lejanas de la sensibilidad del pueblo, e incluso dañinas.

Se percibe una impresión general de cansancio; de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. A todo lo anterior se unen algunos estilos de vida egoístas y, a menudo, indiferentes para con los más pobres.

Se constata igualmente el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación humanista y social auténticas. El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo; de modo que, lamentablemente, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta, como en el caso de los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer. Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del «consumismo exasperado».

Realizó el Papa una llamada a los políticos europeos para una gran misión: la de preocuparse de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir unir fuerza y ternura, lucha y fecundidad. Cuidar de la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal y angustiante, y ser capaces de dotarla de dignidad.

Llegados a este punto, el papa se preguntó: “¿Cómo devolver la esperanza a las jóvenes generaciones de europeos?”… – Para responder a esta pregunta, recurrió a una imagen: a uno de los más célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano y que representa la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, hacia el cielo; mientras que, el segundo, tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra,  hacia la realidad concreta. Es una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas. El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos: cielo y tierra. Una Europa que no sea capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente su propia alma y también su «espíritu humanista» que tanto ama y defiende. Lo aplicamos, sin comentarios, a nuestro suelo.

Recordó el Papa que el lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, porque la unidad no significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. Toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone; como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente él mismo sin temor. En esta misma dinámica de unidad-particularidad, se plantea la exigencia de mantener viva la democracia de los pueblos y de apostar por la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con graves consecuencias sociales. Y, junto a la familia, están las instituciones educativas: las escuelas y universidades.

La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona humana en su totalidad.

El Papa Francisco recordó tres prioridades para Europa: la ecología, el trabajo, y la migración. En cuanto a la ecología y a la defensa del ambiente, destacó que la naturaleza está a nuestra disposición pero no somos los dueños. Somos custodios; no dueños. Por eso la debemos amar y respetar. En cuanto al trabajo, hay que favorecer las políticas de empleo, y es necesario volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para el desarrollo de la familia. En la cuestión migratoria, denunció que no se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y las continuas tensiones sociales. Europa debe adoptar políticas correctas, valientes y concretas. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.

Finalizó el Papa Francisco exhortando a trabajar para que Europa redescubra su “alma buena cristiana”. La historia de Europa, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire sólo en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana y de sus valores inalienables. Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe.

La Europa que contempla el cielo y, al mismo tiempo, camina sobre la tierra segura y firme, como precioso punto de referencia para toda la humanidad.

Estos deseos del Papa los hacemos nuestros, para nuestra tierra y para nuestro pueblo; se lo pedimos al Señor, por intercesión de San Sebastián, símbolo de fortaleza y de tenacidad ante las adversidades y, también, de protección.

Y, al Santo, pido por vosotros, cofrades y Mayordomos, para que sigáis manteniendo esta tradición, con el mismo entusiasmo y generosidad con las que venís haciéndolo año tras año. Dios os pague lo que, humanamente, ni sabemos ni podemos hacer. Que así sea.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo