Homilía en el día del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Raúl Berzosa: «El Papa Francisco también nos viene repitiendo que la Iglesia ni puede ni debe tener jamás miedo a los pobres ni avergonzarse de ellos ni de ser iglesia pobre» 

 Queridos hermanos sacerdotes, queridas consagradas, queridos niños que habéis hecho la primera comunión, queridos todos:

Voy a ser breve. Porque, en este día, los gestos son más fuertes que las palabras. Las palabras sobran ante el Misterio. Bastaría vivir de verdad la celebración de la Eucaristía de hoy, bastaría participar de verdad en la Procesión del Santísimo por nuestras calles, y bastaría orar de verdad en la adoración del Santísimo hasta las Vísperas de la Tarde. Estos tres momentos hablan por sí mismos y en profundidad. Por cierto, este año celebramos el 750 aniversario de la Solemnidad del Corpus Christi, instituido por el Papa Urbano IV, en el año 1264.

En esta ocasión, deseo fijar mi atención en el mensaje de las lecturas que hemos escuchado. En la primera, del libro de Deuteronomio, dos principales lecciones para el Pueblo de Israel. La primera, que Israel sólo puede vivir de Dios. En la abundancia y en la escasez, lo que hace sobrevivir al pueblo es siempre la obediencia al Señor. Cuando el autor escribe los versículos que hemos escuchado hoy, y que atribuye a Moisés, el pueblo de Israel vivía tranquilamente en la tierra que le había sido prometida, una tierra que manaba leche y miel. Pero la fertilidad de la tierra, y hasta la tierra misma, se pueden perder. La única posibilidad de supervivencia sigue siendo para Israel la confianza total en Dios y en el acatamiento de su voluntad. Ellos sabían que era muy peligroso favorecer los sentimientos de autosuficiencia y de olvido del Señor, que sacó al pueblo de la esclavitud y le dio de comer y beber en el desierto. En pocas palabras: sólo estando con Dios y en Dios, y viviendo para Dios, se encuentra el arte de vivir y la Vida, con mayúsculas.

Segunda gran lección: para el pueblo de Israel, el maná (anuncio de la Eucaristía), aunque era un pan que bajaba del cielo, no daba la vida; era sólo un alimento material: los que lo comían terminaban muriéndose. Sin embargo, el pan de la Eucaristía es el alimento del pueblo que peregrina en este mundo, pero es “pan del cielo”, por ser la carne del Hijo de Dios que genera la vida más allá de la muerte. Este pan, como se expone en Las Edades del Hombre en Aranda, es el viático con el que todo cristiano se nutre no sólo para vivir en este mundo sino también para dar el paso de este mundo al Padre. Es pan de vida eterna.

San Pablo, en la segunda lectura se dirige a los Corintios, y los subraya la exigencia de unidad (de comunión) que brota de la Eucaristía. Todos los que comulgan el cuerpo y la sangre de Cristo se hacen con él un solo cuerpo y colaboran a la construcción de un solo cuerpo. La unidad del alimento eucarístico produce también la unidad entre los miembros de la comunidad. La consecuencia que se deriva es la necesidad de compartir los bienes espirituales y materiales, como una verdadera caridad fraterna. Es, precisamente la lectura del Apóstol San Pablo, la que nos interroga: «El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo?… Y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, somos muchos pero un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan».

Por eso, celebramos hoy el Día de Cáritas. El domingo pasado, en la Eucaristía del final de la Asamblea, ya hicimos un primer y gran gesto: una colecta en favor de Cáritas. San Agustín afirmaba, con realismo, que, comiendo del mismo pan, nos transformamos en aquello que comemos: nos transformamos en Cristo. Pero un Cristo que “no sólo para mí”, sino compartido por toda la comunidad. Por eso insistimos: la comunión con Cristo es también comunicación con todos los «suyos»; así, yo me convierto en parte de este pan nuevo, capaz de generar Iglesia y hasta una nueva humanidad.  El que comulga se compromete con Cristo y, simultáneamente, con los que son de Cristo. Un escritor francés dijo: «No se puede creer impunemente», es decir, no se puede creer sin que tenga consecuencias en nuestra vida. Así también, parafraseando a este autor, podemos decir con mayor razón: “No se puede celebrar la Eucaristía impunemente, no podemos comulgar el Cuerpo y la Sangre de Jesús sin que tenga consecuencias en nuestra vida”.

En el pasaje del Evangelio de San Juan, que hemos proclamado, el cuerpo de Cristo es toda su existencia concreta: un cuerpo sufriente y muerto para destruir la muerte; y un cuerpo resucitado para manifestar la gloria.

En segundo lugar, cuerpo de Cristo significa el «pan que partimos», el «pan de vida»: «El que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo». Es la Eucaristía.

Cuerpo de Cristo significa, también, la Iglesia, el pueblo que Dios reúne en Jesucristo, el descendiente de Abrahán y el heredero de las promesas. Por nuestra incorporación a Cristo, significada y realizada en la recepción del Bautismo y llevada a su plenitud en la comunión de su cuerpo eucarístico, todos somos en él herederos de las promesas hechas a nuestros primeros padres en la fe y nos hace ciudadanos del verdadero nuevo Pueblo de Dios (Ga 3. 16/28-29): una  Iglesia, en la que somos peregrinos  hacia la Jerusalén Celeste.

Por último, cuerpo de Cristo, significa lo que el Papa Francisco viene recordándonos una y otro vez: nosotros mismos. Y, en los pobres y sufrientes, un cuerpo herido y llagado, al que se nos invita a acercarnos y sanar, con la fuerza del Espíritu Santo. El Papa Francisco también nos viene repitiendo que la Iglesia ni puede ni debe tener jamás miedo a los pobres ni avergonzarse de ellos ni de ser iglesia pobre.

Ni la caridad ni los pobres pueden esperar, porque “existe el riesgo de convertirnos en espectadores, muy informados, pero muy desencarnados de la realidad de la pobreza… O que sólo saben hacer bellos discursos con soluciones verbales… Demasiadas palabras pero sin hacer nada!”. ¡Cáritas Diocesana sí predica con el ejemplo!

Concluyo pidiendo, precisamente al Espíritu Santo, que una vez más trasformará el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor, que nos haga gustar estos grandes misterios de los que nos han hablado las lecturas de hoy y que comprometen nuestra vida personal y comunitaria.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo