Eucaristía de Renovación Carismática

Raúl Berzosa: «El Espíritu Santo es el alma de la vida espiritual de cada Cristiano»

Queridos hermanos sacerdotes, queridas consagradas, queridos todos:

Se atribuye al Patriarca Ignacio de Lattaquié, las conocidas palabras: “Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo queda en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una simple organización, la autoridad dominación, la misión propaganda, el culto evocación y el actuar cristiano una moral de esclavos. Con el Espíritu Santo, el cosmos gime por el alumbramiento del Reino, Cristo resucitado está presente, el Evangelio es potencia de vida, la Iglesia significa comunión trinitaria, la autoridad un servicio liberador, la misión es un Pentecostés, la liturgia memorial y anticipación y el actuar humano es divinizado”.

Estamos celebrando el Triduo/la Vigilia de Pentecostés. El Espíritu Santo es el alma de la vida espiritual de cada Cristiano, y el alma de la Iglesia que peregrina en la historia. Permitidme que, en este Pentecostés no hable “directa y expresamente” del Espíritu. Me centraré en algo no menos hermoso: en la reciente Exhortación que el Papa Francisco nos ha regalado, “Gaudete et Exsultate”, sobre la vocación universal a la Santidad.

Para unir dicha Exhortación con el Espíritu Santo, me centro en los números 63 al 94 de la misma, donde se habla del rostro concreto de la santidad: el vivir las las Bienaventuranzas, que son regalo del Espíritu y que no se pueden vivir sin el Espíritu Santo. El Papa Francisco también afirma que son como el “carnet de identidad” del cristiano y el retrato vital de cómo vivió el mismo Jesús (n.63).

Resumimos el contenido práctico de cada una de ellas, según nos recuerda el Papa Francisco.

«Felices y santos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. El Evangelio nos invita a reconocer la cuál es la verdad de nuestro corazón, aquello dónde colocamos la seguridad de nuestra vida. Con una advertencia: las riquezas no aseguran nada. Cuando el corazón se siente rico y satisfecho de sí mismo, no hay espacios ni para Dios ni para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. San Mateo nos habla de ser “pobres en el Espíritu”; San Lucas nos habla de ser «pobres» sin más (cf.Lc 6,20), y nos invita a una existencia austera y a compartir todo lo nuestro con los más necesitados (nn. 67-70). Ser pobre es fruto del Espíritu Santo.

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Funeral de don César Sagrado

Raúl Berzosa: «Tantas horas gastadas en silencio y oración en el templo de Las Carmelitas, ante el sagrario, le prepararon para encontrarse, con familiaridad, con naturalidad, con el Amado»

Querido hermano y obispo, D. José; queridos hermanos Sacerdotes, especialmente D. Rafael, párroco de San Cristóbal; muy querida familia de D. César: Luisa, su hermana, Pedro, hermano político, Ana, Javier, Ani, Bea, y otros miembros de la misma; queridas consagradas; queridos todos:

Desde que operaron, en esta última ocasión, a D. César, además de mantener contacto diário con su familia, lo visité en tres ocasiones. En las dos primeras, lo encontré muy débil. Sin embargo, en la última visita, me llamó la atención su palpable mejoría y lucidez. En realidad, estaba luchando una batalla final entre la vida y la muerte.

En las tres ocasiones recé, brevemente, “en él y por él”, y le impartí mi bendición en forma de cruz sobre su frente. Me alegró el comprobar que siempre estaba rodeado de sus familiares.

El sábado, muy temprano, me llamó por teléfono el Sr. Vicario General, D. Tomás, para comunicarme la triste noticia: D. César había fallecido en la noche. Había subido al cielo en un día mariano, justamente cuando me encontraba en Zaragoza, participando como ponente en unas Jornadas Mariológicas. Ese mismo día, a las 9,00 horas, presidí la Eucaristía en la Basílica del Pilar; todos los presentes rezamos por D. César, y me atreví a decirle a la Pilarica: “Realmente, para algunos, la noche no es tiempo de oscuridad y tristeza, sino de salvación y de gloria, como así habrá sido para nuestro querido D. César”. La Virgen Santísima, de la que era tan devoto y amante, aquel mismo sábado le presentaría a su hijo para que le diera el premio como sacerdote y siervo fiel y cumplidor.

En esa misma mañana, llamé a su queridísima hermana, doña Luisa, y aunque muy nerviosa, en presencia de D. Tomás y de su familia, me expresó: “Ya le decía a mi hermano que estuviera tranquilo; que iba camino del cielo. Y que allí nos tenía que esperar a todos”. Palabras muy sencillas, como es ella, pero llenas de fe y de ternura.

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Ordenación del Padre Antonio García Rogado ScJ (Alba de Tormes, 14-04-2018)

Raúl Berzosa: «El sacerdocio es un regalo divino porque es, ante todo y sobre todo, una iniciativa y una llamada de Dios mismo»

Querido P. Antonio; queridos Padre Provincial y Padre Superior Local; queridos consagrados y consagradas, de Alba y los llegados de otras comunidades; queridos padres, hermanos, sobrina, abuelo y familiares del P. Antonio; queridos sacerdotes, especialmente los párrocos de este lugar y de las parroquias anejos; queridos profesores, alumnos y trabajadores del colegio; queridos todos.

Un saludo muy cordial y muy cercano, sobre todo, a los que habéis venido de lejos. Sentiros como en vuestra casa. El Señor nos ha concedido hoy un gran y bello regalo: la ordenación presbiteral del P. Antonio. Y la Providencia ha permitido, en nombre de D. Carlos, nuestro querido Obispo de Salamanca, que este humilde siervo presida esta hermosa celebración.  Porque, en verdad, “El sacerdote, no es sólo un don de Dios para una comunidad, ni siquiera para la Iglesia, sino para toda la humanidad”. El sacerdocio es un regalo divino porque es, ante todo y sobre todo,  una iniciativa y una llamada de Dios mismo. Y, además,  como el P. Antonio, nos ha escrito en su invitación, copiando una frase del Fundador Leon Dehon, tiene que tener “un corazón de Padre, de Madre y de Pastor”…

No me detengo en las lecturas que acabamos de escuchar. Tan sólo subrayo, de la Primera, tomada del Libro de Jeremías, que un sacerdote ha sido escogido “desde el útero materno… y que Dios siempre pone su Palabra en sus labios y en su corazón”. De la segunda lectura, de la Carta a los Hebreos, como Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, “hay que aprender a obedecer, sufriendo… y que somos sacerdotes para toda la eternidad”. Y, finalmente, del Evangelio de San Juan, que el Sacerdote es la presencia misma de Jesucristo Resucitado para repartir “el pan y los peces”, es decir, la Eucaristía; que es el don más preciado y precioso que nos legó el Señor y seguridad de su presencia entre nosotros para siempre.

Permíteme, P. Antonio, que en este día, no te hable de altas teologías, y ni siquiera de lo que supone el sacerdocio en la vida de un consagrado. Te haré un regalo muy especial: la homilía que en Valencia, un 8 de noviembre del año 1982, pronunció el Santo Papa Juan Pablo II, en mi propia ordenación sacerdotal. Allí estábamos 150 diáconos, tanto del clero secular como de diversos Institutos y Órdenes de consagrados. Verdaderamente es una homilía que no ha perdido actualidad.

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Funeral D. Victoriano Calderero Fuentes (Parroquia de San Cristóbal)

      Raúl Berzosa: «Una vez más, viene en nuestra ayuda y consuelo, la Palabra de Dios»

Querido D. José, obispo; queridos hermanos sacerdotes; querida familia de D. Victoriano: hermanos Teresa y Benigno, hermanos políticos, sobrinos y primos; queridas consagradas; queridos todos:

Durante los diez días de su estancia hospitalaria en Salamanca, un servidor visitó a D. Victoriano en varias ocasiones y mantuvo contacto telefónico con él. A pesar de la gravedad de su enfermedad, nada hacía presagiar un final tan rápido. Sus palabras eran siempre de esperanza: “pronto iré a casa”. Si bien es cierto que el pasado lunes, D. Prudencio, Director de la Casa Sacerdotal, me alertó de la gravedad de D. Victoriano. Ayer martes, cuando iba conduciendo, camino de Salamanca, recibí la llamada de D. José, Obispo, comunicándome el fallecimiento de D. Victoriano. En el mismo coche, recé por él. Por la tarde, me acerqué con los sacerdotes del Arciprestazgo de Águeda al Tanatorio, a rezar un responso. Allí estaba su querida familia y D. José,  siempre tan cercano en vida a D. Victorino.

Como en otras ocasiones, y más en este tiempo pascual, no podemos dejarnos invadir por la tristeza. Es natural que broten lágrimas en nuestros ojos, pero nunca en nuestro corazón. No celebramos el final de nada ni de nadie: estamos, juntos, para dar gracias a Dios por una vida de 84 años, vivida con sentido y plenitud; y nos hemos juntado para rezar por D. Victoriano, por si necesitara de nuestro sufragio. De lo contrario,  Dios nos lo aplicará, con creces a todos nosotros.

Una vez más, viene en nuestra ayuda y consuelo, la Palabra de Dios. En la primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles, se cuenta la liberación de los discípulos de la cárcel y su incansable predicación al pueblo en el Templo. Así también D. Victoriano, a pesar de las muchas dificultades, supo siempre ser heraldo del Evangelio. Y, con el Salmo 33, en tantos momentos difíciles, “invocar al Señor en la aflicción, con la seguridad de que el Señor lo escuchaba”. D. Victoriano, como hemos escuchado en el Evangelio de San Juan, creyó firmemente en la Buena Nueva que dio sentido a su vida de fe y como sacerdote: “Que Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por medio de él”.

         ¿Qué rasgos destacamos de su personalidad?… – D. Victoriano nació en Ciudad Rodrigo, en el año 1933; y fue ordenado sacerdote en 1956. Ejerció su ministerio, primero, como Coadjutor de Sobradillo, y, ya entre 1956 y 1958, como ecónomo de Tenebrón. Se le encargó Diosleguarde hasta 1968, y, desde aquel año hasta el 2011, fue párroco de El Payo. Era un hombre sencillo y cercano, de fácil y agradable convivencia, con buen humor, muy buen compañero, le gustaba lo festivo pero también fue muy probado por la enfermedad. Sobre todo, supo dar testimonio de lo que significa servir durante tantos años en una parroquia, con sus luchas y sus logros, con sus tristezas y sus alegrías, con sus grandezas y sus limitaciones… En verdad, fue un gran mérito sacerdotal permanecer y servir, fielmente y con tanto ánimo, en un solo destino: ¡43 años! La parroquia del Payo tiene que estar muy agradecida a D. Victoriano. Cuando llegué a la Diócesis, aún estaba allí. Dios, que todo lo ve y es juez lleno de misericordia entrañable, le compensará lo que, humanamente, ni sabemos ni podemos hacer.

El Santo Padre nos acaba de regalar  la Exhortaciòn Apostólica “Gaudete et Exultate”, invitándonos a hacer realidad la vocación universal a la santidad a la que todos estamos llamados. Entre otros pasajes muy hermosos, en el n. 7, nos habla de “la santidad del vecino de al lado”. Nos dice el Papa que le gusta ver la santidad “ordinaria” en el pueblo de Dios paciente. Así, a los padres que crían con tanto amor a sus hijos; a esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan cotidiano a sus casas; a los enfermos que siguen sonriendo; a las religiosas ancianas que siguen luchando… Y, añado, a los sacerdotes, servidores fieles y silenciosos, en las pequeñas parroquias de esta Tierra y Pueblo nuestros. En esta constancia y fidelidad para seguir adelante día a día, sigue señalando el Papa Francisco, “veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado », la de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, son “la clase media de la santidad”). En verdad, dentro de esa santidad ordinaria, que es a la vez algo extraordinaria, podemos catalogar también la  vida y el ministerio D. Victoriano y la de tantos de nuestros hermanos sacerdotes que viven el heroísmo y la entrega allí donde, al parecer, ya casi nadie quiere permanecer; y, sin embargo, seguimos encontrando y redescubriendo una gran riqueza de valores humanos y cristianos.

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Virgen de la Soledad

Raúl Berzosa: «Tú lo sabes, Madre: la soledad impuesta más dolorosa es “la de la indiferencia del otro”

Queridos hermanos sacerdotes, queridos Cofrades y representantes de Hermandades, queridos todos:

La Providencia, por enfermedad de nuestro querido D. Celso, ha permitido que sea este servidor, a petición de la Cofradía de La Soledad, quien os dirija estas palabras. Lo hago como un sincero servicio, y con el corazón apenado, pidiendo por la pronta y total mejoría de D. Celso.

Hoy, no os voy a hablar de la Virgen de La Soledad. La voy a hablar a ella de todos nosotros. Permitídmelo.

Sí, Madre, comienzo pidiéndote, con humildad y sencillez, que aprendamos a sufrir en nuestro propio corazón no sólo los dolores de Jesucristo sino los de los nuevos crucificados de hoy. Nadie como tú, Madre de la Soledad, sufrió en profundidad los dolores de tu Hijo y también los de tus hijos, a lo largo de todos los siglos; también los de este siglo XXI.  Por eso, nos adentramos en tu Corazón de Buena Madre, y queremos hacer nuestros, desde el comienzo, tus siete dolores en relación a tu queridísimo hijo, y que son siete soledades existenciales, según lo que la tradición cristiana siempre te ha reconocido:

  • Tu primer dolor, y tu primera soledad, el de la profecía de Simeón: “Una espada te traspasará el alma”.
  • Tu segundo dolor, y tu segunda soledad sentida, el de la huída a Egipto: “Huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te lo diga”.
  • Tu tercer dolor y soledad, el del Niño Jesús perdido durante tres días: “Hijo, ¿por qué nos ha hecho esto?… Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”.
  • Tu cuarto dolor y soledad, el acompañamiento al crucificado hasta el Calvario: “A Jesús lo seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que lloraban y se lamentaban por él”.
  • Tu quinto gran dolor y enorme soledad, la crucifixión: “A los pies de la cruz de Jesús estaba su madre”.
  • Tu sexto dolor y soledad irreparables, el descendimiento de la cruz: “Al bajar a Jesús de la Cruz, lo depositaron en brazos de su madre”.
  • Y tu séptimo dolor, lleno de desolación y soledad, la supultura de tu Hijo: “Qué tristeza y soledad atravesaron tu corazón cuando envolvieron a tu Hijo en lienzos finos y lo depositaron en el sepulcro”.

Madre de los Dolores y de la Soledad, en los siete pasajes enumerados se resumen todas las soledades que la humanidad sigue experimentando hoy: la de los perdidos y desnortados en la vida; la de los tristes y deprimidos; la de los hambrientos y sedientos; la de los migrantes y refugiados; la de los enfermos crónicos y los moribundos; la de los excluidos y descartados; la de las víctimas inocentes de guerras y terrorismos; la de los encarcelados y condenados a muerte; la de los sin techo y sin trabajo; la de los drogodependientes y alcohólicos; la de los prostituidos y maltratados; la de los violentados en su dignidad y esclavizados… Y, sin ir más lejos, la que sufren nuestras gentes en este Pueblo y en esta Tierra nuestros: ancianos abandonados; viudos y viudas solitarios; jóvenes y no tan jóvenes en paro; matrimonios rotos; familias en la que se practica el maltrato psíquico o físico; niños desatendidos; gentes subsistiendo con lo mínimo; alcohólicos y toxicómanos; mujeres que alquilan y venden sus cuerpos por necesidad; gentes despreciadas o rechazadas, ¡y tantas otras!…

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