Convivencia presbiteral navideña

Raúl Berzosa:»La comunión o fraternidad sacerdotal no sólo ayudan a hacer más eficaz nuestra misión, sino que nos ayudan a vivir la caridad pastoral»

Querido D. José, amigo y hermano obispo, muy queridos hermanos sacerdotes:

Muchísimas gracias, un año más, por el esfuerzo grande de acudir a esta convivencia fraternal navideña. Navidad es tiempo de reforzar la fraternidad y la familia. También para el presbiterio diocesano. En este curso, con más razón: os recuerdo que el objetivo es reforzar la comunidad, la familia cristiana. También, como presbiterio, somos una sola y la misma familia.

Dejo el comentario a las ricas y sugerentes lecturas de la Liturgia de hoy y os regalo lo que, días atrás, sentía en mi corazón. No sin antes desear que ojalá se hiciera realidad lo escuchado en la primera lectura: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos”. Para poder cantar como hemos repetido con el salmo 96, “que estamos alegres con el Señor”; y, con el Evangelio, “que somos testigos, hoy y aquí de la presencia del Resucitado”. El nos ha llamado.

Los últimos Papas han venido subrayando la importancia de la fraternidad sacerdotal. Cuyo fundamento, teológicamente hablando, se encuentra en una triple e inseparable comunión: comunión viva y real con Jesucristo; comunión afectiva y efectiva con el obispo y el presbiterio; y comunión con todo el Pueblo de Dios que peregrina en cada iglesia particular. Esta comunión no es algo superficial o meramente externo, sino que radica en la misma identidad sacerdotal, en su ser. Así leemos en Presbiterorum Ordinis (n. 8): “Los presbíteros, constituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, se unen entre sí por una íntima fraternidad sacramental; especialmente en las diócesis, a cuyo servicio se consagran bajo el propio obispo, formando un solo presbiterio”. Leemos, igualmente, en Lumen Gentium (n. 28): “En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, todos los presbíteros se unen entre sí en íntima fraternidad, y esta comunión debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad, tanto en lo espiritual como en lo material, tanto en lo pastoral como en lo personal”.

Aunque lo más decisivo, en la comunión fraterna, es la fundamentación sacramental, nos centramos ahora en la exigencia de la misión común, que hace visible una iglesia sinodal y corresponsable y que exige una verdadera pastoral de conjunto. Nos recordaba, también, Presbiterorum Ordinis (n.8) que, aunque la actividad pastoral sea diversa y plural, en realidad “ejercemos un solo ministerio sacerdotal en favor de los hombres”, como consecuencia de la única y fundamenta misión de toda la Iglesia (AG, 6). Lo subrayo: la variedad de actividades pastorales, y de circunstancias concretas de cada presbítero diocesano, no pueden hacernos olvidar ni ocultar que existe una real y sola comunión con los demás presbíteros. En otras palabras: la unidad de misión pastoral postula y supone, existencialmente, unidad presbiteral. Y no sólo por la eficacia pastoral o por conservar un falso irenismo, sino por exigencia teológica y eclesial.

Mas aún: si todos y cada uno de los obispos tenemos que proclamar y celebrar el mismo Misterio (LG 23, AG, 38), de modo análogo, lo tienen que hacer todos aquellos que participan, como colaboradores, en la misma Iglesia diocesana. Así se hará visible que es Jesucristo mismo quien edifica, santifica y gobierna a su cuerpo y a su Pueblo (PO, 2; AG 39). De esta manera, cada presbítero no sólo se siente corresponsable en la Iglesia donde está incardinado, sino corresponsable de toda y única Iglesia católica y universal (PO, 10).

Todo lo anterior comporta actitudes concretas en cada presbítero, a saber: sentir como propias las preocupaciones y urgencias pastorales de toda la Iglesia; suscitar vocaciones al sacerdocio ministerial; y acoger y socorrer a los más hermanos más necesitados. Los sacerdotes no trabajamos sólo nuestras “parcelas eclesiales-parroquiales” sino que formamos parte de un todo diocesano, y edificamos  un mismo tejido eclesial amplio y universal.

Avanzo en otro dimensión: la comunión o fraternidad sacerdotal no sólo ayudan a hacer más eficaz nuestra misión, sino que nos ayudan a vivir la caridad pastoral. Recordamos que la santidad y santificación del presbítero diocesano es el heroísmo de la caridad (PO, 14). Por todo lo anteriormente expuesto, la comunión y fraternidad sacerdotal, han de fortalecerse y deben crecer día a día. San Juan Pablo II, en el discurso a los sacerdotes de Quito (año 1985) subrayaba: “No podéis vivir ni actuar de forma aislada. Con la ayuda de todos los sacerdotes, diocesanos y religiosos, debéis construir un único presbiterio, como si fuera una verdadera familia o fraternidad sacramental; un presbiterio como lugar donde cada sacerdote encuentre todos los medios específicos para su santificación y evangelización. Vuestro presbiterio llegará a ser signo eficaz de santificación y evangelización cuando se reproduzcan en él las características del Cenáculo, es decir, la oración y la fraternidad apostólica entre nosotros y con María, la Madre de Jesús”. D. Antonio Ceballos repetía con razón: “volvamos siempre al Cenáculo». Y me atrevo a añadir: ser y vivir la comunión y fraternidad sacerdotal implican experimentar, entre nosotros, las virtudes y actitudes que nos recuerda también y con tanta claridad, de nuevo, Presbiterorum Ordinis (n. 8): la hospitalidad, la beneficencia, la comunión de bienes, la solidaridad con los enfermos, la ayuda a los afligidos y solitarios…

No nos engañemos: la gracia de la comunión y de la fraternidad sacerdotal exigen ser cultivadas, desarrolladas y fortalecidas por una intensa vida espiritual. Es cierto que somos responsables, ante Dios, y ante el Pueblo de Dios, de nuestra propia santificación, pero no lo somos menos de ayudarnos a la santificación de los hermanos sacerdotes (PO, 12). El pasaje de Mt. 25, en el examen final, también se nos aplicará a los presbíteros en cuanto presbiterio. Y esto conlleva, orar unos por otros, la práctica de la corrección fraterna y fraternal, la ayuda en la dirección espiritual y en el recibir el sacramento de la reconciliación y de la penitencia, los encuentros conjuntos de formación y de convivencia lúdica, y la ayuda concreta en aquellos oficios y encomiendas que el Obispo y la Iglesia nos ha confiado.

Concluyo: fortalecer , corregir y potenciar. Tenemos que fortalecer todo aquello que ayude a la comunión y fraternidad presbiteral; tenemos que corregir lo que rompa o menoscabe dicha comunión y fraternidad; y tenemos que asumir y potenciar, con coraje y creatividad, las nuevas formas cotidianas y diocesanas de comunión y fraternidad.

Como obispo, os pido perdón sinceramente, por aquello que no sea ejemplo de comunión y de fraternidad sacerdotal, y por las veces que, sin quererlo, no me he mostrado como padre y amigo de todos y cada uno de vosotros, sin acepción de personas. Seguir ayudándome a ser obispo, particularmente en este campo de la comunión y fraternidad sacerdotal. Quiero decididamente ayudar a que nuestro presbiterio sea verdadero Cenáculo, familia, hogar, escuela y taller.

En este día, como acostumbramos a hacer siempre, tenemos un recuerdo muy especial para nuestros misioneros y para nuestros sacerdotes enfermos, algunos de gravedad, y una oración muy sincera por nuestros sacerdotes difuntos. Damos gracias, por la ordenación del nuevo diácono, D. Miguel Ángel, y seguimos rogando al Dios de la llamada, que nos conceda nuevas y santas vocaciones.

Así se lo pido al Espíritu que hará posible, un día más, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor. Santa María Virgen, Madre de los sacerdotes, y Santos Presbíteros de Jesucristo, rogad por este Obispo y por este muy querido presbiterio civitatense.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo