Día de la Asunción

Raúl Berzosa: «La Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros».

Queridos hermanos sacerdotes, queridas consagradas, queridos todos:

¡Es el día de la Asunción de nuestra Señora a los cielos! Podemos concentrar el mensaje que contienen las lecturas litúrgicas de hoy, en tres palabras claves: lucha resurrección, y esperanza. De alguna manera, el Papa Francisco, también lo hizo así en alguna ocasión.

En la primera lectura, tomada del libro del Apocalipsis, se nos presenta la lucha entre la mujer y el dragón. La mujer representa a la Iglesia y aparece, por una parte, gloriosa y triunfante y, por otra, con dolores de parto. Así es la Iglesia: si en el Cielo ya participa de la gloria de su Señor, en la historia vive continuamente las pruebas y desafíos del conflicto entre Dios y el mal, entre Dios y el maligno, ese enemigo diabólico de siempre, y que realmente existe. En esta lucha que los discípulos de Jesús hemos de sostener, la Virgen María nos acompaña y no nos deja solos; la Madre de Cristo y de la Iglesia está siempre con nosotros. Siempre camina con nosotros. E incluso, ella, María, participa en cierto sentido de esta doble condición porque ha entrado definitivamente en la gloria del Cielo, pero esto no significa que se separe de nosotros; la Virgen María, por el contrario, nos acompaña, lucha con nosotros, y nos sostiene en el combate contra las fuerzas del mal. La oración con María, en especial el Rosario, tiene también esta dimensión «agonística», es decir, de lucha; esuna oración que sostiene en la batalla contra el mal y contra el maligno.

La segunda lectura nos habla de la resurrección. El apóstol Pablo, escribiendo a los Corintios, insiste en que ser cristianos significa creer que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos. Toda nuestra fe se basa en esta verdad fundamental, que no es una idea sino un acontecimiento. También el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma tiene sentido desde la resurrección de Cristo. La humanidad de la Madre ha sido «atraída y transformada» por el Hijo en su paso a través de la muerte. Jesús entró definitivamente en la vida eterna con toda su humanidad, la que se había formado en el seno de la Virgen María; así ella, la Madre, ha entrado con él en la vida eterna.

La Virgen María conoció también el martirio de la cruz: en su corazón y en su alma. Sufrió en su corazón, mientras Jesús sufría en la cruz. Vivió la pasión del Hijo hasta el fondo del alma. Estuvo completamente unida a él en la muerte, y por eso recibió el don de la resurrección. Cristo es la primicia de los resucitados, y María es la primicia de los redimidos, la primera de «aquellos que son ya de Cristo para siempre». Es nuestra Madre, pero también podemos decir que es nuestra garantía y aval, nuestra hermana y la primera de los redimidos que ha llegado al cielo.

El evangelio de hoy encierra la tercera palabra:esperanza. Esperanza es la virtud del que, experimentando la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la victoria del amor y de la resurrección. Hemos escuchado el Canto de María, el Magnificat: es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. María dice: «Proclama mi alma la grandeza del Señor»; hoy, la Iglesia, también canta esto en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy más que nunca la Pasión; donde está viva la cruz. Si no hay esperanza, no somos cristianos. ¡No nos dejemos robar la esperanza!, repetirá el Papa Francisco.  La esperanza es una gracia y un don de Dios que nos hace avanzar mirando al cielo. Y María está siempre allí, esperándonos.

Concluyo: el Concilio Vaticano II, nos recuerda que «La Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo» (n. 68).

Queridos  todos, pidamos al Espíritu Santo, que convertirá el Pan y el Vino en el cuerpo y la sangre del Señor, que sepamos unirnos con el corazón al Magnificat, a ese cántico de paciencia y de victoria, de lucha y de alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, que une el cielo y la tierra, y que une nuestra historia terrena con la eternidad hacia la que caminamos. Así sea.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo