Funeral D. Juan José Peña

Raúl Berzosa: «Don  Juan José fue todo un ‘señor y un sacerdote de cuerpo entero»

Queridos hermanos sacerdotes, queridos familiares de D. Juan José, queridos todos:

Ayer, lunes, recibí dos mensajes. Uno, como cada día, sobre las 8,00 de la mañana, de Manuel, su primo-sobrino, dándome el parte de salud de D. Juan José. Y, otro, a las 8,30 de la tarde-noche, anunciándome su fallecimiento. Gracias, Manuel y familia, por todas las atenciones, sinceras y generosas, mostradas hacia vuestro querido primo.

Me atrevo a afirmar que D. Juan José ha sido, en el ejercicio de su ministerio, y en los últimos meses de enfermedad, todo un ejemplo. Nacido en Hinojosa de Duero, en 1938, fue ordenado sacerdote en 1961. Ejerció su ministerio parroquial en Villar de Argañán, Sexmiro, Alberguería de Argañán, Puebla de Azaba, Castllejo de Azaba, Alamedilla, Sancti Spiritus, Fuenterroble y Paradinas, y Castraz de Yeltes. Ejerció como Subprefecto de filósofos y teólogos en el Seminario, y como arcipreste de Fuenteguinaldo y  de La Fuente San Esteban. En los últimos años, se le nombró Vice-Notario de la Curia Diocesana y capellán de las Agustinas de San Felices de los Gallegos

Todo lo anterior no es más que una rápida y sucinta pincelada, y ni siquiera exhaustiva,  de una rica vida humana y sacerdotal. Una persona de una talla enorme. Os cuento dos detalles vividos con él: al poco tiempo de mi llegada a Ciudad Rodrigo como obispo, en el año 2011, visité con mi madre, que en paz descanse, su parroquia de Sancti Spiritus. Se volcó conmigo pero, sobre todo, en atenciones a mi querida madre. Entonces supe de la dedicación que él también había regalado a su madre, Mónica, y de la atención diaria, entonces, para con su padre, Juan, residente en Fuenteliante. ¡Todo un ejemplo de cómo se cumple el cuarto mandamiento!

El segundo detalle, con motivo de su enfermedad. Justamente el miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma, le vinieron a confirmar su terrible y gravísima enfermedad.

Su reacción no pudo ser más positiva: pidió confesión y la unción de enfermos, alegando “que lo que él había estado diciendo y haciendo con otros, de todo ello, él tenía que dar ejemplo”. Aquel día estaba sufriendo, con muchos dolores, pero con toda su lucidez. En una conversación posterior, me aseguró que ofrecía sus sufrimientos por el Obispo y por los hermanos sacerdotes, y por la Diócesis. Y, como gesto de generosidad, me confirmó que había redactado un testamento final, de forma amplia y generosa.

Dicen que uno muere como vive, a pesar de todas las circunstancias, por muy adversas que fueren. D. Juan José fue todo un “señor y un sacerdote de cuerpo entero”. Buen compañero, afable, bromista, de inteligencia despierta y muy piadoso. ¡Un sacerdote valioso de este valioso presbiterio de Ciudad Rodrigo! Una vez más, sin palabrerías ni retóricas huecas, afirmo que es “una gran suerte el ser obispo de esta querida Diócesis, con tan cualificado presbiterio”.

Expresado lo anterior, no deseo que sean mis palabras las que se sigan pronunciando en esta celebración. Me remito a las lecturas de hoy, en este martes de cuaresma de la semana tercera. En la primera, tomada del profeta Daniel, hemos escuchado en boca de Azarías una preciosa oración: “Ahora te seguimos de todo corazón; buscamos tu rostro, Señor”. Éste también fue el lema de nuestro hermano D. Juan José. Como nadie es perfecto, con el Salmo 24, hemos repetido: “Señor, recuerda tu misericordia”. También para con D. Juan José, por quien estamos pidiendo con fe y humildad. El Evangelio del día, de San Mateo, nos invita a perdonar de corazón a los demás, como el Señor nos ha perdonado. Os puedo asegurar que D. Juan José perdonó de corazón todo y a todos. Precisamente, en estos días, he comentado con algunos hermanos sacerdotes cómo me impresionada que, en estos últimos tiempos, disculpaba todo y hablaba bien de todos. Denotaba un corazón en paz y pacificado; sin duda, obra del Espíritu Santo en él.

Concluyo. Estamos en el año teresiano. Con cierto humor, en los últimos días, le decía a D. Juan José: “Vives sin vivir en ti”, como Santa Teresa. Él sonreía y asentía. Hoy, en serio, quiero dedicarle algunas estrofas de este poema teresiano, que resume toda su vida y, especialmente, los últimos momentos de su muerte. Que nos sirva como meditación y ejemplo:

Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque no muero,

  sino porque tengo que morir.

Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí;
cuando el corazón le di,
puso en él este letrero:
que muero porque no muero.

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!…

  Sólo con la confianza
vivo, de que he de morir;
porque muriendo, el vivir
me asegura mi esperanza;

Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas molesta;
mira que sólo me resta,
para ganarte perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga ligero
que muero porque no muero.

Aquella vida de arriba,
que es la vida verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza estando viva…
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en mí?…
Quiero muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque no muero

 sino porque tengo que morir.

        Hasta aquí los versos místicos y profundos de Santa Teresa. No deseo alargarme. Sólo me resta dar gracias a todos: a sus hermanos sacerdotes; a sus familiares (una vez más); a las religiosas agustinas de San Felices de Los Gallegos y a las de Marta y María de la Casa Sacerdotal que tanto le mimaron; a D. Prudencio, Director de la Casa Sacerdotal, a los residentes de la misma y a su personal laboral; a sus feligreses, que tanto le quisísteis; y a todo el personal sanitario que, durante estas semanas, le habéis atendido con tanta competencia como dedicación: gracias a todos los presentes por vuestra oración y testimonio de fe. ¡Dios os pague lo que, humanamente, ni sabemos ni podemos hacer!

Pedimos a nuestra Señora, La Virgen de la Peña de Francia, madre de los sacerdotes, que haya acompañado a D. Juan José en su peregrinaje final hacia el Padre. Y, a Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, por el Espíritu, que nos conceda tener un nuevo intercesor para que, en nuestra Diócesis civitatense, no nos falten nuevas y santas vocaciones. Que así sea y que en cielo nos veamos todos. Amén.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo