Día de la Inmaculada

Raúl Berzosa: «No hay existencia más triste, más deprimida y más aburrida y monótona, que aquella en la que Dios no está presente»

Muy queridos hermanos sacerdotes, queridas consagradas, queridos todos:

Estamos celebrando la Inmaculada Concepción de María. En las lecturas de este día, se nos ha vuelto a recordar el inicio de la historia de Salvación, narrada por el libro del Génesis, y en el que ya se anuncia el papel de María. Por eso, con el salmo 97, nos hemos unido al canto de alabanza al Dios de todos los dones, por parte de María Virgen. Gracias a María, que nos dio a luz al Hijo de Dios, se hizo patente que fuimos predestinados para la gloria de Dios, antes de la creación del mundo, como hemos leído en la segunda lectura de la Carta a los Efesios. Y el Evangelio de San Lucas nos ha narrado la alegría de María, la llena de Gracia, al recibir la buena noticia de su maternidad.

A la luz de estas lecturas, ¿cómo actualizar el mensaje que encierra la Inmaculada para nosotros? – Permitidme que os recuerde algo de lo que, magistralmente, el Papa Benedicto XVI nos regaló en el año 2012.

Virgen Inmaculada recuerda, en primer lugar, el saludo del ángel Gabriel, cuando llama a María “la llena de Gracia”. En griego, la palabra “Jaris” (gracia) tiene la misma raíz lingüística que la palabra “alegría”. Y nos revela la clave de la fuente de la alegría profunda de la Virgen: su alegría proviene de la estar en gracia de Dios; es decir, de estar en comunión profunda con Dios, de tener una relación vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo. Por eso, ella está habitada por Dios y se deja trabajar, como criatura, por Dios.

El Papa Francisco nos viene repitiendo a los cristianos de hoy que “nadie nos robe la alegría”. Es tanto como decir que nadie nos robe, de nuestras vidas, al Señor. No hay existencia más triste, más deprimida y más aburrida y monótona, que aquella en la que Dios no está presente. Porque en la vida, cuando no existe la dimensión trascendente, enseguida “tocamos techo”, enseguida nos volvemos miopes y nos convertimos en hombres y mujeres de metas muy cortas. Cuando Dios no nos habita, nos carcome el dinero, el poder, el placer y otras metas pequeñas y efímeras.

En segundo lugar, la Virgen Inmaculada nos habla de una criatura que ha abierto de par en par las puertas de su corazón a Dios y se puso en sus manos sin límites. Ella vivió totalmente para Dios y en Dios; y, desde Él, supo descubrir los signos de Dios en su vida y en la vida de los demás.

Suelo repetir que la única manera de ver la vida de otro color y con otro calor es “desde la mirada de Dios”. Verme como Él me ve, ver a los demás como Dios los ve, ver la realidad como Dios la ve. Para ello, tenemos que ser personas orantes y criaturas que se dejan amar y trabajar por Dios. Porque esto es la fe: ver la Vida con los ojos de Cristo, sentir con el corazón de Cristo y hacer con las manos de Cristo.

Precisamente el objetivo pastoral de este curso es el de “Ser ante sus ojos, dejarnos mirar por Él, para que cambie nuestra vida personal y comunitaria”.

Finalmente, Virgen Inmaculada nos habla de alguien que estuvo caminando con el Pueblo, insertada en una historia de Salvación, y viviendo para hacer siempre la voluntad de Dios. Su vida estuvo marcada por la fe, la esperanza y la caridad.

Nos enseña que nadie puede ser cristiano en solitario; que necesitamos vivir en una comunidad de hermanos, donde nos amemos y nos apoyemos. Y, sobre todo, donde descubrimos la voluntad de Dios en cada uno de nosotros y en conjunto, en cada momento histórico.

Estamos clausurando el año franciscano. En la preciosa exposición, en el capítulo sobre la espiritualidad franciscana, se nos presenta la devoción a la Inmaculada, en sus dos versiones: pisando la luna hacia arriba, que hace de espejo de todas las gracias de Cristo hacia María y, por eso, es la llena de gracia, y pisando la luna hacia abajo, que hace de espejo de todas las gracias de Cristo hacia nosotros y, por eso, es la mediadora. Son las dos caras de la Inmaculada: la llena de gracia y la mediadora, complementarias y necesarias. ¡Qué belleza y qué grandeza!

Nada más. Con la fuerza del Espíritu, nos unimos a la Virgen María en su Canto del Magnificat y le pedimos por cada uno de nosotros y por nuestras familias de sangre y de fe, para que sepamos vivir como ella la verdadera y profunda alegría, la verdadera y profunda fe y el verdadero y sincero amor. Que así sea.

+ Raúl, Obispo de Ciudad Rodrigo